Vivía en Filadelfia un fariseo muy rico e
influyente que había aceptado las enseñanzas de Abner; este fariseo
invitó a Jesús a su casa el sábado por la mañana, para tomar el
desayuno. Se sabía que Jesús estaría en Filadelfia por esta época; por
consiguiente un gran número de visitantes, entre ellos muchos fariseos,
habían venido de Jerusalén y de otras partes. Por lo tanto, unos
cuarenta de estos personajes importantes y algunos abogados fueron
invitados a este desayuno, que se había organizado en honor del Maestro.
Mientras Jesús se detenía en la puerta
hablando con Abner, y una vez que el anfitrión se hubo sentado, entró al
aposento uno de los fariseos principales de Jerusalén, miembro del
sanedrín, y como era su costumbre, se dirigió directamente al asiento de
honor, a la izquierda del anfitrión. Pero puesto que este lugar había
sido reservado para el Maestro y el de la derecha para Abner, el
anfitrión señaló al fariseo de Jerusalén que se sentara cuatro asientos a
la izquierda, y este dignatario mucho se ofendió por no haber sido
ubicado en el asiento de honor.
Pronto estuvieron todos sentados y
disfrutando de la conversación entre ellos, ya que la mayoría de los que
estaban presentes eran discípulos de Jesús o por lo menos tenían una
actitud cordial hacia el evangelio. Sólo sus enemigos observaron el
hecho de que él no cumplía con la ceremonia de lavarse las manos antes
de sentarse a la mesa. Abner se lavó las manos al comienzo de la comida
pero no mientras la servían.
Hacia fines de la comida llegó de la calle
un hombre que había sido afligido durante mucho tiempo por una
enfermedad crónica y que se encontraba en esos momentos en estado
hidrópico. Este hombre era un creyente, bautizado recientemente por los
asociados de Abner. No pidió a Jesús que lo curara, pero el Maestro bien
sabía que este hombre afligido había concurrido al desayuno con la
esperanza de no perderse entre las multitudes que siempre rodeaban a
Jesús, tal vez así conseguir llamar más fácilmente la atención del
Maestro. Este hombre sabía que en esta época se realizaban pocos
milagros; sin embargo, había reflexionado consigo mismo que tal vez su
triste condición pudiera apelar a la compasión del Maestro. No se
equivocó porque, al entrar él al comedor, su presencia llamó la atención
tanto de Jesús como del fariseo mojigato de Jerusalén. El fariseo no
titubeó en manifestar su resentimiento porque se le permitiera entrar a
la sala a un ser semejante. Pero Jesús contempló al enfermo y sonrió con
tanta benignidad que éste se le acercó y se sentó en el piso. Como el
desayuno estaba llegando a su fin, el Maestro paseó la mirada por los
demás huéspedes y luego, después de mirar significativamente al hombre
con hidropesía dijo: «Amigos míos, maestros de Israel y sabios abogados,
me complacería haceros una pregunta: ¿es legal o no curar a los
enfermos y afligidos el día sábado?» Pero los que estaban presentes
conocían muy bien a Jesús y permanecieron callados; no respondieron a su
pregunta.
Entonces fue Jesús a donde estaba sentado
el enfermo y, tomándolo de la mano, dijo: «Levántate y vete por tu
camino. No has pedido que te curara, pero yo conozco el deseo de tu
corazón y la fe de tu alma». Antes de que el hombre hubiera salido de la
sala, Jesús volvió a su asiento y, dirigiéndose a los comensales, dijo:
«Mi Padre hace estas obras no para tentaros a que entréis al reino,
sino para revelarse a los que ya están en el reino. Podéis percibir que
corresponde al carácter del Padre hacer precisamente estas cosas, porque
¿cuál de entre vosotros, que posea un animal preferido y que éste caiga
en el pozo el día sábado, no iría inmediatamente a rescatarlo?» Como
nadie le contestó, y puesto que su anfitrión evidentemente aprobaba lo
que estaba ocurriendo, Jesús se puso de pie y habló a todos los que
estaban presentes: «Hermanos míos, cuando se os invita a un festín de
boda, no os sentéis en el asiento principal en caso de que haya un
hombre más merecedor que vosotros entre los invitados, y el anfitrión
tenga que venir a vosotros y pediros que dejéis vuestro sitio a este
otro huésped honrado. En este caso, tendréis que pasar la vergüenza de
trasladaros a un sitio de menos honra en la mesa. Cuando se os invita a
una fiesta, es demostración de sabiduría, al llegar a la mesa del
festín, buscar el lugar más humilde y allí sentarse, para que, cuando el
anfitrión contemple a sus huéspedes, pueda decirte: `Amigo mío, ¿por
qué te sientas en el asiento del más humilde? Ven más arriba'; así aquél
tendrá gloria en la presencia de los demás invitados. No os olvidéis:
el que se exalta a sí mismo será humillado, mientras que el que
verdaderamente se humilla será exaltado. Por lo tanto, cuando tengáis
convidados a cenar, no invitéis siempre a vuestros amigos, vuestros
hermanos, vuestros parientes o vuestros vecinos ricos para que ellos os
devuelvan atenciones invitándoos a sus fiestas, y de este modo recibáis
vosotros la recompensa. Cuando hagáis banquete, invitad de cuando en
cuando a los pobres, los tullidos y los ciegos. De esta manera
obtendréis bendiciones en el corazón, porque vosotros bien sabéis que el
cojo y el ciego no os pueden recompensar por vuestro ministerio
amante».