«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

domingo, 25 de diciembre de 2011

El primer sermón en la sinagoga.

Al cumplir los quince años, Jesús ya podía ocupar oficialmente el púlpito de la sinagoga los sábados. Muchas veces antes, cuando faltaban oradores, le habían pedido a Jesús que leyese las escrituras, pero ahora había llegado el día en que, según la ley, podía oficiar el servicio. Por consiguiente, el primer sábado después de su decimoquinto cumpleaños el chazán dispuso que Jesús dirigiera los oficios matutinos en la sinagoga. Cuando todos los fieles en Nazaret se hubieron congregado, el joven, haciendo su selección de las escrituras, se levantó y comenzó a leer:
      
«El espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque me ungió el Señor; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar la libertad a los cautivos, y a los presos espirituales apertura de la cárcel, a proclamar el año de la buena voluntad de Dios y el día de venganza del Dios nuestro; a consolar a todos los enlutados, a darles belleza en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, canto de alabanza en vez de espíritu angustiado; y serán llamados árboles de justicia, plantío del Señor, para gloria suya. 

«Buscad lo bueno, y no lo malo, para que viváis, porque así el Señor, el Dios de los ejércitos, estará con vosotros. Aborreced el mal y amad el bien; estableced el juicio en la puerta. Quizá el Señor Dios tendrá piedad del remanente de José.
      
«Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo y aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado. Haced justicia al huérfano, amparad a la viuda.
     
«¿Con qué me presentaré el Señor, a inclinarme ante el Señor de toda la tierra? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará el Señor de millares de carneros, decenas de millares de ovejas, o con ríos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? ¡No!, porque el Señor nos ha mostrado, oh hombres, lo que es bueno. Y qué pide el Señor de ti: solamente hacer justicia, amar misericordia, y caminar humildemente con tu Dios».
     
«¿A quién, pues, haréis semejante a Dios que está sentado sobre el círculo de la tierra? Levantad en alto vuestros ojos y mirad quien creó todos estos mundos, quien saca y cuenta su ejército, a todos llama por sus nombres. Él hace todas estas cosas por la grandeza de su poder, y porque es poderoso ninguna faltará. Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios. Te esfuerzo y te ayudaré; sí, te sustentaré con la diestra de mi justicia, porque yo soy el Señor tu Dios. Y te sostiene de tu mano derecha, y te dice: no temas, yo te ayudo.
      
«Y vosotros sois mis testigos, dice el Señor, y mi siervo que yo escogí, para que me conozcáis y creáis en mí, y entendáis que yo soy el Eterno. Yo, sólo yo, soy el Señor, y fuera de mí no hay quien salve».
      
Después de leer así se sentó, y la gente se fue a sus casas discurriendo las palabras que con tanto donaire les había leído. Nunca le habían visto los de su pueblo tan magníficamente solemne; nunca le habían oído leer con una voz tan apremiante y tan sincera; nunca lo habían observado tan decidido y maduro, con tanta autoridad.
      
Ese mismo sábado por la tarde escaló Jesús la colina de Nazaret en compañía de Santiago. Al regresar al hogar Jesús escribió con un carbón sobre dos tablillas los Diez Mandamientos en griego. Luego Marta coloreó y adornó estas tablillas y durante mucho tiempo estuvieron colgadas en la pared sobre el pequeño banco de trabajo de Santiago.