«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

sábado, 23 de noviembre de 2013

La parábola de los dos hijos.

Mientras los capciosos fariseos estaban allí de pie en silencio ante Jesús, él bajó la mirada sobre ellos y dijo: «Puesto que dudáis de la misión de Juan y os disponéis en enemistad contra las enseñanzas y las obras del Hijo del Hombre, prestad oído mientras os relato una parábola: Cierto terrateniente respetado y en buena posición tenía dos hijos, y deseando la ayuda de sus hijos en el manejo de sus grandes posesiones fue a ver a uno de ellos, diciendo: `Hijo, vete a trabajar hoy en mi viñedo'. Este hijo despreocupado respondió al padre diciendo: `No iré'; pero después, se arrepintió y fue. Cuando encontró a su hijo mayor, del mismo modo le dijo: `Hijo, vete a trabajar en mi viñedo'. Y este hijo hipócrita e infiel contestó: `Sí, padre mío, iré'. Pero cuando su padre partió, no fue. Os pregunto ahora, cuál de los dos hijos realmente hizo la voluntad de su padre?»
      
Y la gente habló al unísono, diciendo: «El primero». Entonces dijo Jesús: «Aun así, ahora os digo que los publicanos y las rameras, aunque parezcan rechazar el llamado al arrepentimiento, verán el error en su estilo de vida e irán antes que vosotros al reino de Dios, que tanto pretendéis servir al Padre en el cielo y al mismo tiempo os negáis a hacer las obras del Padre. No fuisteis vosotros, fariseos y escribas, los creyentes de Juan sino más bien los publicanos y los pecadores; tampoco creéis vosotros en mis enseñanzas, pero la gente común escucha con deleite mis palabras».
      
Jesús no despreciaba personalmente a los fariseos y saduceos. Era su sistema de enseñanzas y sus prácticas los que él trataba de desacreditar. No mostraba hostilidad contra ningún hombre, pero se estaba desencadenando aquí el choque inevitable entre una religión del espíritu, nueva y viva, y la religión más antigua de la ceremonia, la tradición y la autoridad.
      
Durante todo este tiempo, los doce apóstoles permanecieron cerca del Maestro, pero no participaron de ninguna manera en estas transacciones. Cada uno de los doce reaccionó en su forma peculiar a los acontecimientos de estos últimos días del ministerio de Jesús en la carne, y cada uno del mismo modo permaneció obediente a la admonición del Maestro de no enseñar ni predicar públicamente durante esta semana de Pascua.

viernes, 22 de noviembre de 2013

El desafío a la autoridad del maestro.

El domingo la entrada triunfal del Maestro a Jerusalén tanto sobrecogió a los líderes judíos que no se atrevieron a arrestar a Jesús. Hoy, esta espectacular limpieza del templo del mismo modo pospuso efectivamente el prendimiento del Maestro. Día tras día los potentados de los judíos se tornaban más y más convencidos de su decisión de destruirlo, pero estaban sobrecogidos por dos temores que se conjugaron para postergar la hora del ataque. Los altos sacerdotes y los escribas no estaban dispuestos a arrestar a Jesús en público, porque temían que la multitud se volviera contra ellos en furioso resentimiento; también temían la posibilidad de que hubiera que llamar a los guardias romanos para ahogar una revuelta popular.
      
En la sesión del mediodía del sanedrín, ya que no había ningún amigo del Maestro asistiendo a esta reunión, se acordó unánimemente que Jesús debía ser destruido rápidamente. Pero no podían ponerse de acuerdo en cuanto a cuándo y cómo debía ser arrestado. Finalmente, acordaron nombrar cinco grupos para que salieran entre la gente e intentaran enredarlo en una trampa en sus enseñanzas o de otra manera desacreditarlo a los ojos de los que escuchaban sus enseñanzas. Por lo tanto, a eso de las dos de la tarde, cuando Jesús acababa de comenzar su discurso sobre «la libertad de la filiación», un grupo de estos ancianos de Israel se abrió paso hasta llegar cerca de Jesús e, interrumpiéndolo de su manera acostumbraba, hicieron esta pregunta: ¿«Por cuál autoridad haces estas cosas? ¿Quién te dio esta autoridad?»
      
Era completamente apropiado que los rectores del templo y los funcionarios del sanedrín judío hicieran esta pregunta al que presumiera enseñar y actuar de la manera extraordinaria que había sido característica de Jesús, especialmente en cuanto se refería a su reciente conducta al limpiar el templo de todo comercio. Estos mercaderes y cambistas operaban por licencia directa de los líderes más altos, y un porcentaje de sus ganancias supuestamente iba directamente al tesoro del templo. No os olvidéis que autoridad era el lema clave de todo el pueblo judaico. Los profetas siempre provocaban problemas porque presumían tan audazmente enseñar sin autoridad, sin haber sido debidamente instruidos en las academias rabínicas y posteriormente con regularidad ordenados por el sanedrín. La falta de esta autoridad en la enseñanza pretenciosa pública se consideraba como indicación de presunción ignorante o de rebeldía abierta. En esta época, sólo el sanedrín podía ordenar a un anciano o a un instructor, y la ceremonia debía celebrarse en presencia de por lo menos tres personas que hubieran sido previamente ordenadas de la misma manera. Tal ordenación confería el título de «rabino» al maestro y también lo calificaba para actuar como juez, «atando o soltando los asuntos que pudieran traerse ante él para su adjudicación».
      Los rectores del templo se presentaron ante Jesús en esta hora de la tarde desafiando no sólo sus enseñanzas sino sus acciones. Jesús bien sabía que estos mismos hombres habían enseñado durante mucho tiempo públicamente que la autoridad de él para enseñar era satánica, y que todas sus obras poderosas habían sido forjadas por poder del príncipe de los diablos. Por consiguiente, el Maestro comenzó su respuesta a esta pregunta haciéndoles a su vez una pregunta. Dijo Jesús: «También me gustaría haceros a vosotros una pregunta que, si queréis contestarla, yo del mismo modo os diré por cuál autoridad hago estas obras. El bautismo de Juan, ¿de dónde vino? ¿Recibió Juan su autoridad del cielo o de los hombres?»
      
Cuando los que lo interrogaban oyeron esto, se apartaron para asesorarse entre ellos en cuanto a qué respuesta debían dar. Habían planeado colocar a Jesús en una situación incómoda ante la multitud, pero ahora se encontraban ellos altamente confusos frente a todos los que estaban congregados en ese momento en el patio del templo. Su derrota fue aun más aparente cuando volvieron ante Jesús, diciendo: «En cuanto al bautismo de Juan, no podemos responder; no sabemos». Contestaron así al Maestro porque habían razonado entre ellos: si decimos `del cielo', entonces él dirá, `por qué no creísteis en él', y tal vez agregará que él recibió su autoridad de Juan; y si decimos que de los hombres, entonces la multitud tal vez se vuelva contra nosotros, porque la mayoría de ellos piensa que Juan fue un profeta; de manera que se vieron obligados a presentarse ante Jesús y la multitud, y confesar que ellos, los enseñantes y líderes religiosos de Israel, no podían (o no querían) expresar una opinión sobre la misión de Juan. Y cuando así hablaron, Jesús, bajando la mirada sobre ellos dijo: «Tampoco os diré yo por qué autoridad hago estas cosas».
      
Jesús nunca tuvo la intención de apelar a Juan para su autoridad. El sanedrín nunca ordenó a Juan. La autoridad de Jesús estaba en él mismo y en la supremacía eterna de su Padre.
      
Al emplear este método de trato con sus adversarios, Jesús no tenía la intención de evitar la pregunta. A primera vista, podría parecer que él fue culpable de una evasión maestra, pero no fue así. Jesús no estaba nunca dispuesto a sacar injusta ventaja ni siquiera de sus enemigos. En esta evasión aparente, él en realidad proveyó a sus oyentes la respuesta a la pregunta farisea en cuanto a qué autoridad había detrás de su misión. Ellos habían afirmado que él actuaba por autoridad del príncipe de los diablos. Jesús había afirmado repetidamente que todas sus enseñanzas y obras eran por poder y autoridad de su Padre en el cielo. Esto los líderes judíos se negaban a aceptar y estaban tratando de ponerlo contra la pared, para que admitiera que él era un maestro irregular puesto que no había sido sancionado nunca por el sanedrín. Al responderles como lo hizo, aunque no reclamó que su autoridad viniera de Juan, satisfizo de esta manera a la gente con una alusión de que el esfuerzo de sus enemigos por atraparlo estaba en realidad dirigido contra ellos mismos y los desacreditaba a ellos ante los ojos de todos los presentes.


Era este magistral trato del Maestro con sus adversarios, que tanto los asustaba. No intentaron hacer ninguna otra pregunta ese día; se retiraron para asesorarse ulteriormente entre ellos. Pero la gente no tardó en discernir la deshonestidad y falta de sinceridad en estas preguntas hechas por los dirigentes judíos. Aun la gente común no podía dejar de distinguir entre la majestad moral del Maestro y la hipocresía intrigante de sus enemigos. Pero la limpieza del templo atrajo a los saduceos a que se aliaran con los fariseos en el perfeccionamiento de un plan para destruir a Jesús. Los saduceos representaban ahora una mayoría en el sanedrín. 

jueves, 21 de noviembre de 2013

La limpieza del templo.

Se llevaban a cabo grandes negocios en asociación con los servicios y ceremonias del templo. Existía el comercio de proveer animales indicados para los distintos sacrificios. Aunque era permitido que un adorador proveyera su propio sacrificio, estaba el hecho de que este animal debía estar libre de todo «defecto» en el sentido de la ley levítica y según la interpretación de la ley por parte de los inspectores oficiales del templo. Muchos de los adoradores habían sufrido la humillación de que un animal supuestamente perfecto que traían, fuera rechazado por los examinadores del templo. Por consiguiente, se hizo práctica general adquirir los animales para el sacrificio en el templo mismo, y aunque había varios sitios en el cercano del Oliveto donde se podían comprar animales, se había vuelto costumbre comprarlos directamente de los corrales del templo. Gradualmente se había establecido esta costumbre de vender todo tipo de animales de sacrificio en los patios del templo. Se había desarrollado de esta manera un floreciente comercio, en el cual se obtenían enormes utilidades. Parte de estas ganancias se reservaba para el tesoro del templo, pero la porción más grande terminaba indirectamente en las manos de las familias de los altos sacerdotes.
      
Esta venta de animales en el templo prosperó porque, cuando el adorador compraba así un animal, aunque el precio fuera un tanto más alto, no tenía que pagar ningún otro honorario, y podía estar seguro de que la ofrenda no sería rechazada porque el animal tuviera defectos verdaderos o imaginados. En distintas épocas hubo prácticas de exorbitantes sobrecargos al pueblo, especialmente durante las grandes fiestas nacionales. En cierta época, algunos sacerdotes codiciosos llegaron hasta exigir el equivalente del valor de una semana de trabajo a cambio de un par de palomas que deberían haber sido vendidas a los pobres por unos pocos centavos. Los «hijos de Anás» ya habían empezado a establecer su bazar en los precintos del templo, mercados de abastecimiento que perduraron hasta el momento en que fueron finalmente arrojados por una turba de gente, tres años antes de la destrucción del templo mismo.
      
Pero el tráfico de animales sacrificatorios y de otras mercancías no era la única manera en la cual se profanaban los patios del templo. En esta época había un extenso sistema de intercambio bancario y comercial que se realizaba directamente dentro de los precintos del templo. Y todo esto se había establecido así: Durante la dinastía de los Asmoneos, los judíos acuñaban su propia moneda de plata, y se había vuelto práctica exigir que las tarifas del templo de medio siclo y todos los demás gravámenes del templo se pagaran en esta moneda judía. Esta reglamentación necesitaba la autorización de un número requisito de cambistas para intercambiar los muchos tipos de divisas en circulación por toda Palestina y las demás provincias del imperio romano con este siclo ortodoxo de acuñación judía. El impuesto del templo por persona, pagadero por todos excepto las mujeres, los esclavos y los menores, era de medio siclo, una moneda de tamaño de diez centavos de dólar, pero del doble de espesor. En la época de Jesús, los sacerdotes también habían sido eximidos del pago de las tarifas del templo. Por lo tanto, entre el 15 y el 25 del mes anterior a la Pascua, los cambistas acreditados erigían sus puestos en las principales ciudades de Palestina, con el fin de proveer a los judíos con el dinero apropiado para pagar las tarifas del templo al llegar a Jerusalén. Después de este período de diez días, estos cambistas se trasladaban a Jerusalén y montaban sus mesas de cambio de divisa en los patios del templo. Se les permitía cobrar una comisión del treinta, o aun, cuarenta por ciento, y en caso de monedas de mayor valor ofrecidas para cambio, les estaba permitido cobrar el doble. Del mismo modo, estos banqueros del templo ganaban sobre el cambio de toda moneda para la compra de animales sacrificatorios y para el pago de votos y de ofrendas.
      
Estos cambiadores de moneda del templo no sólo conducían un comercio regular de banquero para fines lucrativos en el intercambio de más de veinte tipos de dinero que traían periódicamente a Jerusalén los peregrinos visitantes, sino que también hacían todos los demás tipos de transacciones correspondientes al negocio banquero. Tanto el tesoro del templo como los rectores del mismo ganaban enormes utilidades en estas actividades comerciales. No era infrecuente que el tesoro del templo contuviera el equivalente de más de diez millones de dólares, mientras que la gente común languidecía en la pobreza y seguía pagando estas contribuciones injustas.
      
En el medio de esta multitud ruidosa de cambistas, mercaderes, y vendedores de ganado, este lunes por la mañana, Jesús, intentó enseñar el evangelio del reino del cielo. No era el único en resentir esta profanación del templo; la gente común, especialmente los visitantes judíos provenientes de las provincias extranjeras, también resentían de todo corazón esta profanación interesada de su templo nacional de culto. En esta época el sanedrín mismo celebraba reuniones regulares en un aposento sumergido en el ruido y la confusión de este comercio e intercambio.
      
Cuando Jesús se disponía a comenzar su discurso, sucedieron dos cosas que llamaron su atención. Junto a la mesa de uno de los cambistas situada allí cerca, surgió un violento y excitado altercado porque supuestamente se le había cobrado demasiado a un judío de Alejandría; al mismo tiempo se llenó la atmósfera de los mugidos de una manada de alrededor de cien bueyes que eran conducidos de una sección de los corrales a otra. Al pausar Jesús, contemplando silenciosa pero pensativamente esta escena de comercio y confusión, vio ahí cerca a un galileo de mente sencilla, un hombre con el cual había hablado él cierta vez en Irón, que estaba siendo ridiculizado y burlado por ciertos judeanos supuestamente superiores y elitistas; todo esto se combinó para que surgiera en el alma de Jesús una de esas extrañas descargas periódicas de indignada emoción.
      
Ante el asombro de sus apóstoles, que estaban cerca, y que se refrenaron de participar en lo que tan pronto ocurriría, Jesús bajó de la plataforma de enseñanza y, acercándose al muchacho que conducía el ganado a través del patio, le quitó el látigo de cuerdas y rápidamente sacó del templo a los animales. Pero eso no fue todo; ante la mirada sorprendida de los miles reunidos en el patio del templo, se dirigió majestuosamente al corral de ganado más alejado, y procedió a abrir las puertas de cada uno de los establos y sacar de allí a los animales aprisionados. A esta altura, los peregrinos allí reunidos estaban electrificados, y con gritos retumbantes se abalanzaron a los bazares, volcando las mesas de los cambistas. En menos de cinco minutos todo el comercio había sido barrido del templo. En el momento en que aparecieron los guardias romanos, que estaban cerca del templo, ya reinaba la calma y las multitudes habían vuelto al orden; Jesús, volviendo a la plataforma de los oradores, habló a la multitud: «Habéis presenciado este día lo que está escrito en las Escrituras: `Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones, mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones'».

     
Pero antes de que pudiera pronunciar otras palabras, la gran congregación estalló en hosannas de alabanza, y surgió un grupo de jóvenes de la multitud cantando himnos de gratitud por haber sido echados del templo sagrado los mercaderes profanos e interesados. A esta altura habían llegado algunos sacerdotes a la escena, y uno de ellos dijo a Jesús: «¿Acaso no oyes lo que dicen los hijos de los levitas?» Y el Maestro replicó: «Has leído alguna vez, `de la boca de los niños y de los que maman se ha perfeccionado la alabanza?'» Durante el resto del día, mientras Jesús enseñaba, los guardianes, puestos por la misma gente a que vigilaran, estuvieron de centinela en cada galería, y no permitieron que nadie llevara ni siquiera una vasija vacía por los patios del templo.
      
Cuando los altos sacerdotes y los escribas se enteraron de estos acontecimientos, estuvieron confundidos. Temían aun más al Maestro, y aun más estaban decididos a destruirlo. Pero estaban anonadados. No sabían cómo disponer su muerte, porque mucho temían a las multitudes, que ya habían expresado abiertamente su aprobación de la acción de Jesús de echar del templo a los comerciantes profanos. Durante todo ese día, un día de calma y paz en los patios del templo, el pueblo escuchó las enseñanzas de Jesús y literalmente pendía de sus labios.
      
Esta sorprendente acción de Jesús estaba más allá de la comprensión de sus apóstoles. Estaban ellos tan sorprendidos por este acto repentino e inesperado de su Maestro que permanecieron todos juntos, cerca de la plataforma del orador, durante todo el episodio; ni siquiera levantaron un dedo para colaborar en esta limpieza del templo. Si este acontecimiento espectacular hubiera ocurrido el día anterior, en el momento de la llegada triunfal de Jesús al templo, como culminación de la tumultuosa procesión a través de las puertas de la ciudad, aclamado durante todo ese tiempo por las multitudes, habrían estado preparados, pero así como se dieron los eventos no estaban de ninguna manera listos para participar.
      
Esta limpieza del templo revela la actitud del Maestro hacia la comercialización de las prácticas de la religión, así como también el hecho de que detestaba toda forma de injusticia y aprovechamiento a expensas de los pobres y de los ignorantes. Este episodio también demuestra que Jesús no consideraba con aprobación la actitud de no emplear la fuerza cuando se trataba de proteger a una mayoría de determinado grupo humano contra las prácticas injustas y esclavizantes de una minoría injusta, posiblemente afianzada en el poder político, financiero o eclesiástico. No se debe permitir a los hombres astutos, malvados e intrigantes que se organicen para la explotación y opresión de los que, debido a su idealismo, no están dispuestos a recurrir a la fuerza para protegerse ni para fomentar sus proyectos laudables de vida.

martes, 19 de noviembre de 2013

El lunes en Jerusalén.

ESTE lunes por la mañana temprano, como se había planeado, Jesús y los apóstoles se reunieron en la casa de Simón en Betania, y después de una breve conferencia emprendieron camino hacia Jerusalén. Los doce estaban extrañamente taciturnos durante este viaje hacia el templo; no se habían recuperado de la experiencia del día precedente. Estaban a la expectativa, temerosos y profundamente afectados por cierto sentimiento de desapego que surgía del repentino cambio de táctica del Maestro, combinado con su instrucción de que no hicieran ninguna enseñanza pública durante la semana de Pascua.
      
Al viajar este grupo por la ladera del Monte de los Olivos, Jesús iba adelante, y los apóstoles le seguían de cerca en silencio meditativo. Sólo un pensamiento dominaba la mente de todos ellos, excepto la de Judas Iscariote, y ese pensamiento era: ¿Qué hará el Maestro hoy? El pensamiento dominante de Judas era: ¿Qué haré yo? ¿He de seguir con Jesús y mis asociados, o debo separarme? Y si me separo, ¿de qué manera debo romper esta relación?
      
Eran aproximadamente las nueve de esta hermosa mañana cuando estos hombres llegaron al templo. Fueron inmediatamente al gran patio en el que Jesús tan frecuentemente había enseñado, y después de saludar a los creyentes que le estaban esperando a él, Jesús trepó a una de las plataformas de enseñanza y comenzó a hablar a la multitud que se estaba reuniendo allí. Los apóstoles se retiraron a corta distancia y esperaron los acontecimientos.

viernes, 15 de noviembre de 2013

La actitud de los apóstoles.

Este domingo por la tarde al volver a Betania, Jesús caminaba a la cabeza de los apóstoles. No se habló una sola palabra hasta que se separaron al llegar a la casa de Simón. Nunca hubo doce seres humanos que experimentaran emociones tan diversas e inexplicables como las que surgían ahora en la mente y en el alma de estos embajadores del reino. Estos robustos galileos estaban confusos y desconcertados; no sabían qué esperar del futuro; estaban demasiado asombrados para alimentar temores. Nada sabían de los planes del Maestro para el día siguiente, y no hicieron ninguna pregunta. Fueron a su alojamiento, aunque poco durmieron, excepto los gemelos. Pero no hicieron una vigilia armada de Jesús en la casa de Simón.
     
Andrés estaba totalmente confundido, atormentado. El fue el único apóstol que no se dedicó a evaluar seriamente la explosión popular de aclamación. Estaba demasiado preocupado con sus responsabilidades como jefe del cuerpo apostólico como para pensar seriamente en el sentido o el significado de los entusiastas hosannas de la multitud. Andrés se ocupó en cambio de vigilar a algunos de sus asociados, que temía sucumbieran a sus emociones durante la conmoción, especialmente Pedro, Santiago, Juan y Simón el Zelote. A lo largo de este día y de los que siguieron inmediatamente, Andrés se vio atormentado por serias dudas, pero nunca expresó ninguno de estos sentimientos a sus asociados apostólicos. Le preocupaba la actitud de algunos de los doce que sabía que se habían armado de espada; pero no sabía que su propio hermano, Pedro, también llevaba un arma. Así pues, la procesión a Jerusalén causó en Andrés una impresión comparativamente superficial; estaba demasiado metido en las responsabilidades de su posición para ser afectado de otra manera.
     
Simón Pedro estuvo al principio casi afuera de sí mismo por el entusiasmo de esta manifestación popular; pero al tiempo de su regreso a Betania esa noche, ya se había calmado bastante. Pedro simplemente no alcanzaba a percatarse de qué lo era que el Maestro intentaba. Estaba terriblemente desilusionado de que Jesús no hubiese aprovechado esta oleada de favor popular haciendo algún tipo de declaración. Pedro no podía entender por qué Jesús no habló a las multitudes cuando llegaron al templo, ni tampoco permitió que hablara uno de los apóstoles. Pedro era un gran predicador, y le desagradaba ver que se desperdiciara un público tan grande, receptivo y entusiasta. Le hubiera gustado tanto predicar el evangelio del reino a ese gentío allí en el templo; pero el Maestro les había advertido específicamente que no debían enseñar ni predicar en Jerusalén durante esta semana de Pascua. La reacción después de esta procesión espectacular a la ciudad fue desastrosa para Simón Pedro; cuando llegó la noche, estaba meditabundo y entrañablemente triste.
     
Para Santiago Zebedeo, este domingo fue un día de perplejidad y de confusión profunda; no conseguía captar la esencia de lo que estaba ocurriendo; no podía comprender el propósito del Maestro al permitir esta aclamación entusiasta y luego negarse a decir una palabra a la gente cuando llegaron al templo. A medida que la procesión bajaba por el Oliveto hacia Jerusalén, más particularmente cuando se encontraron con los miles de peregrinos que habían salido al encuentro del Maestro, Santiago estaba cruelmente dividido por sus emociones contradictorias de entusiasmo y gratificación ante ese espectáculo, acompañadas por un profundo sentimiento de temor por lo que podría ocurrir cuando llegaran al templo. Se deprimió luego y lo sobrecogió la desilusión cuando Jesús desmontó del asno y anduvo caminando tranquilamente por los patios del templo. Santiago no podía entender la razón por la cual estaban desperdiciando una oportunidad tan magnífica para proclamar el reino. Por la noche, su mente estaba dominada por una incertidumbre desconcertante y terrible.
     
Juan Zebedeo estuvo cerca de comprender el por qué Jesús había hecho esto; por lo menos captó en parte el significado espiritual de esta así llamada entrada triunfal a Jerusalén. A medida que la multitud proseguía hacia el templo, y que Juan contemplaba a su Maestro sentado sobre el asnillo, recordó haber oído cierta vez a Jesús citar el pasaje de la Escritura, las palabras de Zacarías, que describían la llegada del Mesías a Jerusalén como hombre de paz, cabalgando en un asno. A medida que Juan reflexionaba sobre esta Escritura, comenzó a comprender el significado simbólico de esta procesión de la tarde de domingo. Por lo menos, captó lo suficiente del significado de esta Escritura para que le permitiera disfrutar en cierto modo del episodio y para evitar deprimirse excesivamente por la conclusión aparentemente sin propósito de la procesión triunfal. Juan tenía un tipo de mente que tendía naturalmente a pensar y sentir en símbolos.
     
Felipe estaba completamente desconcertado por lo repentino de la manifestación y su espontaneidad. Mientras descendían del Oliveto, no pudo ordenar sus pensamientos lo suficiente como para determinar el significado de esta demostración. En cierto modo, disfrutó de este acontecimiento porque su Maestro estaba siendo honrado. Para cuando llegaron al templo, estaba perturbado por el pensamiento de que Jesús tal vez le pidiera que se ocupara de alimentar a la multitud, de modo que la conducta de Jesús al darle la espalda a la multitud, que tan duramente desilusionó a la mayoría de los apóstoles, fue un gran alivio para Felipe. Las multitudes habían constituido a veces una dura prueba para el mayordomo de los doce. Después de experimentar alivio por estos temores personales relativos a las necesidades materiales de las multitudes, Felipe se unió a Pedro en expresar su desilusión por no haberse hecho nada por enseñar a las multitudes. Esa noche Felipe se puso a reflexionar sobre estas experiencias y estuvo tentado a dudar de toda la idea del reino; se preguntaba honestamente qué significaban todas estas cosas, pero no le expresó sus dudas a nadie; amaba demasiado a Jesús. Tenía una gran fe personal en el Maestro.
      
Natanael, además de apreciar los aspectos simbólicos y proféticos, fue el que más acercó a comprender la razón del Maestro por reclutar el apoyo popular de los peregrinos pascuales. Se dio cuenta, antes de que llegaran al templo, que si no hubiera Jesús entrado a Jerusalén en forma tan espectacular habría sido arrestado por los oficiales del sanedrín y arrojado en una celda en cuanto diera los primeros pasos dentro de la ciudad. Por lo tanto no estuvo sorprendido en lo más mínimo cuando el Maestro, después de impresionar así a los líderes judíos para que no lo arrestaran inmediatamente, no hizo uso alguno de las multitudes aclamantes una vez que llegaron dentro de los muros de la ciudad. Comprendiendo la verdadera razón de esta manera de entrada del Maestro a la ciudad, Natanael naturalmente siguió con más donaire y estuvo menos perturbado y desilusionado por la conducta subsiguiente de Jesús que los otros apóstoles. Natanael tenía gran confianza en la habilidad de Jesús para comprender a los hombres, así como también en su sagacidad y agudeza al manejar situaciones difíciles.
     
Mateo al principio estuvo confundido por esta manifestación espectacular. No captaba el significado de lo que veían sus ojos, hasta que también recordó la Escritura de Zacarías donde el profeta aludía al regocijo de Jerusalén porque llegó su rey trayendo salvación y cabalgando un pollino de jumento. A medida que la procesión se iba acercando a la ciudad y luego en dirección al templo, Mateo entró en éxtasis; estaba seguro de que ocurriría algo extraordinario cuando el Maestro llegara al templo, a la cabeza de esta multitud vociferante. Cuando uno de los fariseos se mofó de Jesús diciendo: «¿Mirad, mirad todos, ved quién es el que aqui viene: el rey de los judíos cabalgando en un asno!» Mateo tuvo que hacer un gran esfuerzo para no atacarlo físicamente. Ninguno de los doce estuvo más deprimido que él en el camino de vuelta a Betania esa noche. Después de Simón Pedro y Simón el Zelote, él sufrió la tensión nerviosa más profunda y estuvo en un estado de cansancio extremo esa noche. Pero por la mañana, Mateo estaba mucho más animado; después de todo, era un buen perdedor.
     
Tomás era el hombre más confundido y pasmado de los doce. La mayor parte del tiempo simplemente siguió, contemplando el espectáculo y preguntándose honestamente cuál sería el motivo del Maestro al participar en una demostración tan peculiar. En las profundidades de su corazón consideraba la manifestación entera un tanto infantil, si no directamente tonta. No había visto nunca que Jesús hiciera una cosa semejante y no podía explicarse esta extraña conducta este domingo por la tarde. Cuando llegaron al templo, Tomás había deducido que el propósito de esta demostración popular era asustar al sanedrín para que no se atreviesen a arrestar inmediatamente al Maestro. Camino de vuelta a Betania, Tomás pensó mucho, pero nada dijo. Para la hora de ir a dormir, la sagacidad del Maestro al preparar esta entrada tumultuosa a Jerusalén había empezado a tener cierto encanto humorístico, y él se alegró reaccionando de esta manera.
     
Este domingo comenzó como un gran día para Simón el Zelote. Vio visiones de cosas extraordinarias en Jerusalén para los próximos días, y en eso tenía razón, pero Simón soñaba el establecimiento de un nuevo gobierno nacional de los judíos, con Jesús sentado en el trono de David. Simón veía a los nacionalistas volcarse a la acción en cuanto se anunciara el reino, y se veía a sí mismo en el mando supremo de las fuerzas militares que se reunirían en el nuevo reino. Durante el descenso del Oliveto aun llegó a imaginarse que el sanedrín y todos sus simpatizantes estarían muertos antes de la puesta del sol ese día. Realmente creía que iba a ocurrir algo extraordinario. Era él el varón más ruidoso de toda la multitud. Para las cinco de esa tarde, era un apóstol silenciosísimo, taciturno y desilusionado. No se recobró nunca enteramente de la depresión que lo dominó como resultado de las impresiones de este día; por lo menos, no hasta mucho después de la resurrección de su Maestro.
     
Para los gemelos Alfeo, éste fue un día perfecto. Realmente disfrutaron de todo, desde el principio hasta el fin, y como no estaban presentes durante la quietud del paseo por el templo, no tuvieron que pasar por la desilusión que siguió al entusiasmo popular. No podían comprender la conducta deprimida de los apóstoles al volver a Betania esa noche. En la memoria de los gemelos, éste fue siempre el día en que se sintieron más cerca del cielo en la tierra. Este día fue la culminación satisfactoria de su entera carrera como apóstoles. La memoria del entusiasmo de este domingo por la tarde los acompañó a lo largo de toda la tragedia de esta semana pletórica hasta el momento mismo de la crucifixión. Era el ingreso triunfal más apropiado del rey que podían concebir los gemelos; disfrutaron cada momento de toda la procesión. Aprobaban plenamente todo lo que veían y acariciaron largamente el recuerdo.
     
De todos los apóstoles, Judas Iscariote fue el que estuvo más adversamente afectado por esta entrada en procesión a Jerusalén. Su mente estaba en un fermento desagradable debido al reproche del Maestro el día anterior en relación con la unción de María en la casa de Simón. Judas estaba disgustado con todo el espectáculo. Le parecía infantil, aun directamente ridículo. Mientras este vengativo apóstol contemplaba los acontecimientos de este domingo por la tarde, Jesús le resultaba más parecido a un payaso que a un rey. Resentía de todo corazón el entero espectáculo. Compartía los puntos de vista de los griegos y de los romanos, que despreciaban a todo aquel que consintiera en cabalgar un asno o el pollino de un jumento. Para cuando la procesión triunfal hubo entrado a la ciudad, Judas prácticamente se había decidido a abandonar la idea de tal reino; estaba casi decidido a abandonar todo intento de establecer el reino del cielo si los intentos fueran de índole tan absurda. Pero cuando recordó la resurrección de Lázaro y muchas otras cosas, decidió quedarse con los doce, por lo menos por otro día. Además, llevaba la bolsa, y no quería desertar llevándose los fondos apostólicos. Camino de vuelta a Betania esa noche, su conducta no parecía extraña puesto que todos los apóstoles estaban igualmente deprimidos y taciturnos.
     
Judas estaba profundamente influido por la irrisión por parte de sus amigos saduceos. Ningún otro factor ejerció una influencia tan poderosa sobre él en su determinación final de abandonar a Jesús y a sus apóstoles, como el que le produjo cierto episodio que ocurrió justo cuando Jesús llegó a la puerta de la ciudad: Un saduceo prominente (amigo de la familia de Judas) corrió hacia él haciéndole burla y, dándole una palmada en la espalda, dijo: «¿Por qué se te ve tan preocupado, mi buen amigo? Regocíjate y reúnete con nosotros para aclamar a Jesús de Nazaret el rey de los judíos, que llega a la puerta de Jerusalén montado en un asno». Judas no había tenido nunca miedo de la persecución, pero no podía soportar este tipo de ridículo. Juntamente con la emoción de venganza largamente acariciada, se mezcló ahora este temor fatal del ridículo, ese sentimiento terrible y tremendo de avergonzarse de su Maestro y de sus compañeros apóstoles. En su corazón, este embajador del reino ya era un desertor; tan sólo le quedaba encontrar una excusa plausible para romper abiertamente con el Maestro.

martes, 12 de noviembre de 2013

La visita al templo.

Mientras los gemelos Alfeo devolvían el asno a su dueño, Jesús y los diez apóstoles se separaron de sus asociados inmediatos y anduvieron caminando por el templo, observando las preparaciones para la Pascua. No hubo intento alguno de molestar a Jesús, puesto que el sanedrín mucho temía al pueblo, y ésa era, después de todo, una de las razones por las cuales Jesús había permitido que la multitud lo aclamara de esa manera. Los apóstoles no comprendían que era éste el único procedimiento humano que podía resultar eficaz en prevenir el inmediato arresto de Jesús a su entrada a la ciudad. El Maestro deseaba dar a los habitantes de Jerusalén, poderosos y humildes, así como también a las decenas de miles de visitantes de la Pascua, una oportunidad más, la última, de escuchar el evangelio y recibir, si lo quisieran, al Hijo de la Paz.
      
Ahora pues, mientras progresaba la tarde y las multitudes se iban en busca de alimentos, Jesús y sus seguidores inmediatos quedaron solos. ¡Qué día tan extraño había sido! Los apóstoles estaban pensativos, pero enmudecidos. Nunca, en todos los años de asociación con Jesús, habían ellos visto un día como éste. Por un momento se sentaron junto al tesoro, observando a la gente que entregaba sus contribuciones: los ricos echaban mucha cantidad en el arca de las ofrendas y todos daban algo de acuerdo con sus posibilidades. Finalmente llegó una pobre viuda, vestida pobremente, y observaron que ella echó dos blancas (monedas pequeñas de cobre) en el arca. Dijo Jesús, llamando la atención de los apóstoles sobre la viuda: «Prestad atención a lo que acabáis de ver. Esta pobre viuda echó más que todos los demás, porque todos los demás de lo que les sobraba, echaron una pequeña parte como don, pero esta pobre mujer, aunque esté necesitada, dio todo lo que tenía, aun su sustento».
      
A medida que progresaba la tarde, anduvieron por los patios del templo en silencio, y una vez que Jesús observó otra vez estas escenas familiares, recordando sus emociones relacionadas con sus visitas previas, sin exceptuar la primera, dijo: «Vayamos a Betania para descansar». Jesús, con Pedro y Juan, fueron a la casa de Simón, mientras que los demás apóstoles se alojaron con sus amigos de Betania y Betfagé.

sábado, 9 de noviembre de 2013

La partida a Jerusalén.

Betania estaba a unos tres kilómetros del templo, y era la una y media de la tarde de ese domingo cuando Jesús se preparó para salir a Jerusalén. Tenía un sentimiento de afecto profundo por Betania y su pueblo sencillo. Nazaret, Capernaum y Jerusalén lo habían rechazado, pero Betania lo había aceptado, había creído en él. Fue en esta pequeña aldea, en la cual prácticamente todo hombre, mujer y niño era creyente, donde eligió realizar la obra más grande de su autootorgamiento terrenal: la resurrección de Lázaro. No hizo resucitar a Lázaro para que creyeran los aldeanos, sino más bien porque ellos ya creían.
     
Durante toda la mañana, Jesús pensó en su llegada a Jerusalén. Hasta ese momento había procurado siempre suprimir toda aclamación pública del que él fuera el Mesías, pero ahora la situación era distinta. Se estaba acercando al fin de su carrera en la carne, el sanedrín había decretado su muerte, y no había peligro en permitir que sus discípulos dieran libre expresión a sus sentimientos, cosa que ocurriría si él elegía hacer una entrada formal y pública a la ciudad. 

Jesús no decidió realizar esta entrada pública a Jerusalén como su último intento por conseguir el favor popular, ni tampoco en un intento final de obtener el poder. Tampoco lo hizo para satisfacer los deseos humanos de sus discípulos y apóstoles. Jesús no se hacía las ilusiones de soñador quimérico; él bien sabía cual sería la conclusión de su visita.
      
Habiendo decidido hacer una entrada pública a Jerusalén, el Maestro se enfrentó con la necesidad de elegir un método apropiado para ejecutar esta decisión. Jesús reflexionó sobre todas las así llamadas profecías mesiánicas más o menos contradictorias, pero parecía que había una sola que fuera apropiada para sus fines. La mayoría de estas declaraciones proféticas hablaban de un rey, el hijo y sucesor de David, un libertador temporal audaz y agresivo que liberaría a Israel del yugo de la dominación extranjera. Pero había una Escritura, asociada a veces con el Mesías por los que tenían un concepto más espiritual de su misión, que Jesús consideró la más apropiada como guía para su proyectada entrada a Jerusalén. Esta Escritura se encontraba en Zacarías y decía: «Alégrate mucho, oh hija de Sion; da voces de júbilo, oh hija de Jerusalén. He aquí tu rey vendrá a ti. Es justo y trae salvación. Viene como viene el humilde, cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna».
      
Un rey guerrero siempre entraba a una ciudad montado a caballo, un rey en misión de paz y amistad siempre entraba cabalgando un asno. Jesús no quería entrar a Jerusalén a caballo, pero estaba dispuesto a entrar en paz y con buena voluntad como el Hijo del Hombre, cabalgando un jumento.
      
Durante mucho tiempo y mediante una enseñanza directa, Jesús trató de convencer a sus apóstoles y a sus discípulos que su reino no era de este mundo, que era un asunto puramente espiritual; pero no había tenido éxito en este esfuerzo. Ahora, lo que no había conseguido hacer mediante una enseñanza clara y personal, lo intentaría realizar con un gesto simbólico. Por lo tanto, inmediatamente después del almuerzo, Jesús llamó a Pedro y Juan, y después de decirles que fueran a Betfagé, una aldea vecina un tanto retirada de la carretera principal y a corta distancia al noroeste de Betania, agregó: «Id a Betfagé y cuando lleguéis al empalme de los caminos encontraréis el potro de un jumento allí atado. Desatadlo y traedlo con vosotros. Si alguien os pregunta por qué hacéis esto, decid simplemente `el Maestro lo necesita'». Cuando los dos apóstoles fueron a Betfagé tal como les había pedido el Maestro, encontraron el potro atado cerca de su madre en la calle, junto a una casa de esquina. Cuando Pedro comenzó a desatar al potro, vino el dueño y preguntó por qué hacían ellos eso, y cuando Pedro le respondió tal como Jesús les había indicado, el hombre dijo: «Si vuestro Maestro es Jesús de Galilea, que se lleve al potro». Así pues ellos volvieron trayendo al potro.
      
Ya varios cientos de peregrinos se habían reunido alrededor de Jesús y de sus apóstoles. Desde media mañana se habían detenido muchos visitantes que pasaban camino a la Pascua. Mientras tanto David Zebedeo y algunos de sus ex asociados mensajeros decidieron dirigirse de prisa a Jerusalén, donde eficazmente difundieron la nueva entre los gentíos de peregrinos visitantes alrededor del templo de que Jesús de Nazaret entraría triunfalmente a la ciudad. Por consiguiente, varios miles de estos visitantes se congregaron para recibir a este profeta y hacedor de portentos del cual tanto se hablaba, quien algunos creían ser el Mesías. Esta multitud, al salir de Jerusalén, encontró a Jesús y a la multitud que iba a la ciudad poco después de que franquearan la cima del Oliveto, y habían comenzando su descenso hacia la ciudad.
      
Al comenzar la procesión en Betania había gran entusiasmo en las multitudes festivas de discípulos, creyentes y peregrinos visitantes, muchos provenientes de Galilea y Perea. Justo antes de partir, las doce mujeres del cuerpo original de mujeres, acompañadas por algunas de sus asociadas, llegaron al lugar y se unieron a esta singular procesión que procedía jubilosamente hacia la ciudad.
     
Antes de empezar, los gemelos Alfeo pusieron sus mantos sobre el asno y lo sostuvieron mientras se subía el Maestro. A medida que la procesión procedía hacia la cima del Oliveto, el gentío festivo arrojaba sus indumentos al suelo y traía ramas de los árboles cercanos para hacer una alfombra de honor para el jumento que traía al Hijo real, el Mesías prometido. Al proceder la multitud jubilosa hacia Jerusalén, comenzaron a cantar, es decir a gritar al unísono el salmo, «Hosanna al hijo de David; bendito sea aquel que viene en el nombre del Señor. Hosanna en las alturas. Bendito sea el reino que baja del cielo».
     

Jesús se mostró alegre y despreocupado hasta que llegaron a la cumbre del Oliveto, donde se abría la vista panorámica de la ciudad con las torres del templo; allí el Maestro detuvo la procesión y un gran silencio cayó sobre todos mientras lo contemplaban llorar. Bajando los ojos a la vasta multitud que venía de la ciudad para recibirlo, el Maestro, con mucha emoción y con la voz entrecortada dijo: «¿Oh Jerusalén, si tan sólo hubieras conocido, aun tú, por lo menos en este, tu día, las cosas que pertenecen a tu paz, que podrías haber tenido tan libremente! Pero ya están para ocultarse de tus ojos estas glorias. Estás por rechazar al Hijo de la Paz y volver la espalda al evangelio de la salvación. Pronto llegarán los días en que tus enemigos abrirán trincheras alrededor de ti, y serás sitiada por doquier; te destruirán completamente, pues no quedará piedra sobre piedra. Y todo esto caerá sobre ti porque no supiste reconocer el momento de tu visitación divina. Estás por rechazar el don de Dios, y todos los hombres te rechazarán a ti».
     
Cuando terminó de hablar, comenzaron el descenso del Oliveto y finalmente se reunieron con la multitud de visitantes que venía de Jerusalén con ramas de palma, gritando hosannas, y de otras maneras expresando regocijo y sentimientos de comunidad. El Maestro no había planeado que estas multitudes salieran de Jerusalén a su encuentro, ésa fue obra de otros. El nunca premeditaba nada que fuera de efecto dramático.Juntamente con la multitud que salió para recibir al Maestro, también había muchos fariseos y otros enemigos de él. Tan perturbados estaban por esta explosión repentina e inesperada de aclamación popular que temieron arrestarlo, por no precipitar actos abiertos de revuelta de la plebe. Mucho temían la actitud de los grandes números de visitantes que tanto habían oído hablar de Jesús, y que, muchos de ellos, creían en él.
     
A medida que se acercaban a Jerusalén, la multitud se volvió más expresiva, tanto que algunos de los fariseos se abrieron paso hasta donde estaba Jesús y dijeron: «Instructor, debes censurar a tus discípulos y exhortarlos a que su conducta sea más digna». Jesús respondió: «Es justo que estos niños le den la bienvenida al Hijo de la Paz, a quien han rechazado los altos sacerdotes. Sería inútil pararlos no sea que estas piedras junto al camino griten quejándose».
     
Los fariseos se adelantaron de prisa a la cabeza de la procesión para volver al sanedrín, que estaba en sesión en ese momento en el templo, e informaron a sus asociados: «He aquí que todo lo que hacemos es en vano; estamos confundidos por este galileo. La gente se vuelve loca por él, si no paramos a estos ignorantes, todo el mundo le seguirá».
      
No se puede en realidad asignar un significado profundo a esta explosión superficial y espontánea de entusiasmo popular. Esta recepción, aunque jubilante y sincera, no indicaba una convicción real ni profunda en el corazón de esta multitud festiva. Estas mismas multitudes estuvieron igualmente dispuestas a rechazar de inmediato a Jesús más tarde en esa semana, cuando el sanedrín tomó una posición firme y decidida contra él, y cuando se desilusionaron — cuando se dieron cuenta de que Jesús no iba a establecer el reino de acuerdo con sus expectativas largamente acariciadas.
      
Pero toda la ciudad estaba altamente agitada, puesto que todos preguntaban: «¿Quién es este hombre?» Y la multitud contestaba: «Éste es el profeta de Galilea, Jesús de Nazaret».

martes, 5 de noviembre de 2013

Domingo por la mañana con los apóstoles.

Este domingo por la mañana, en el hermoso jardín de Simón, el Maestro llamó a su alrededor a sus doce apóstoles y les impartió sus instrucciones finales de preparación antes de entrar a Jerusalén. Les dijo que él probablemente pronunciaría varios discursos y enseñaría muchas lecciones antes de volver al Padre, pero exhortó a los apóstoles que no realizaran obra pública durante la estadía de Pascua en Jerusalén. Les instruyó que permanecieran cerca de él y que «vigilaran y oraran». Jesús sabía que muchos de sus apóstoles y seguidores inmediatos ceñían espadas bajo el manto aun en ese momento, pero no se refirió en nada a este hecho.
      
Estas instrucciones matutinas comprendieron un breve repaso del ministerio de ellos desde el día de su ordenación cerca de Capernaum hasta este día en que se preparaban para entrar a Jerusalén. Los apóstoles escucharon en silencio, sin hacer preguntas.
      
Esa mañana temprano David Zebedeo entregó a Judas los fondos obtenidos de la venta del equipo del campamento de Pella, y Judas a su vez colocó la mayor parte de este dinero en las manos de Simón, su anfitrión, para que lo custodiara en anticipación de las exigencias de dinero cuando fueran a Jerusalén.
      
Después de la conferencia con los apóstoles, Jesús conversó con Lázaro y lo amonesto a que no sacrificara su vida al espíritu vengativo del sanedrín. Por obedecer esta admonición Lázaro, pocos días después, huyó a Filadelfia, cuando los oficiales del sanedrín enviaron varios hombres para que lo arrestaran.
      
En cierto modo, todos los seguidores de Jesús tenían la sensación de una crisis inminente, pero no se percataron plenamente la seriedad de la situación, debido al tono inusitadamente alegre y al excepcional buen humor del Maestro.

domingo, 3 de noviembre de 2013

El sábado en Betania.

Los peregrinos que provenían de fuera de Judea, así como también las autoridades judías, se preguntaban: «¿Qué pensáis? ¿Vendrá Jesús a las festividades?» Por lo tanto, cuando el pueblo oyó que Jesús estaba en Betania, se alegraron, pero los altos sacerdotes y los fariseos estaban un tanto perplejos. Se alegraban de tenerlo bajo su jurisdicción, pero estaban un tanto desconcertados por su audacia; recordaban que en su previa visita a Betania, resucitó a Lázaro del mundo de los muertos, y Lázaro se estaba volviendo un problema serio para los enemigos de Jesús.

Seis días antes de la Pascua, al atardecer después del sábado, todo el pueblo de Betania y Betfagé se reunió para celebrar la llegada de Jesús con un banquete público en la casa de Simón. Esta cena era en honor tanto de Jesús como de Lázaro; se la celebró en desafío del sanedrín. Marta dirigía a los que servían la comida; su hermana María estaba entre las mujeres espectadoras puesto que no era costumbre de los judíos que las mujeres se sentaran en los banquetes públicos. También estaban presentes los agentes del sanedrín, pero temían apresar a Jesús en medio de sus amigos.

Jesús conversó con Simón sobre el antiguo Josué, cuyo nombre él mismo llevaba, y recitó la historia de cómo habían venido Josué y los israelitas a Jerusalén a través de Jericó. Al comentar sobre la leyenda de los muros de Jericó que se derrumbaron, Jesús dijo: «No me preocupan los muros de ladrillos y piedras; pero quisiera derrocar los muros del prejuicio, la mojigatería, y el odio que se alzan frente a esta predicación del amor del Padre por todos los hombres».
      
El banquete prosiguió en forma alegre y normal excepto que todos los apóstoles estaban insólitamente taciturnos. Jesús estaba excepcionalmente alegre y jugó con los niños hasta el momento de sentarse a la mesa.


No pasó nada fuera de lo ordinario hasta cerca del cierre del festín, cuando María, la hermana de Lázaro, se separó del grupo de mujeres espectadoras, adelantándose adonde Jesús estaba reclinado en el sitio de honor, abrió una gran vasija de alabastro que contenía un ungüento muy raro y costoso. Después de ungir la cabeza del Maestro, empezó a aplicar el ungüento sobre los pies de Jesús soltándose luego el cabello y secándole los pies con su cabello. El olor del ungüento impregnó todo el edificio, y todos los presentes se sorprendieron de lo que María había hecho. Lázaro no dijo nada, pero al comenzar a murmurar algunos de los presentes manifestando indignación de que un ungüento tan caro se usara de esa manera, Judas Iscariote se dirigió adonde Andrés estaba reclinado y dijo: «¿Por qué no se vendió este ungüento y el dinero no se donó para alimentar a los pobres?» Debes hablar con el Maestro, para que él censure este derroche».
      
Jesús, sabiendo lo que ellos pensaban y oyendo lo que decían, apoyó la mano sobre la cabeza de María que estaba arrodillada a su lado, y con una expresión compasiva en su rostro, dijo: «Dejadla, cada uno de vosotros. ¿Por qué queréis molestarla, cuando veis que ella ha hecho una buena cosa en su corazón? A vosotros, los que murmuráis y decís que este ungüento se ha debido vender y el dinero donar a los pobres, yo os digo que los pobres estarán siempre con vosotros, y podréis ministrarles en cualquier momento que os parezca apropiado, pero yo no siempre estaré con vosotros; pronto iré a mi Padre. Esta mujer viene guardando este ungüento desde hace mucho tiempo, para ungir mi cuerpo en su entierro; si ahora le parece bien ungirme, en anticipación de mi muerte, esa satisfacción no le será negada. Con esta acción María os censura a todos vosotros porque ella manifiesta así su fe en lo que yo he dicho sobre mi muerte y ascensión a mi Padre en el cielo. Esta mujer no será censurada por lo que ha hecho esta noche, más bien yo os digo que en todas las eras por venir, dondequiera que se predique este evangelio en el mundo entero, se relatará lo que ella ha hecho en su memoria».
      
Fue a causa de este reproche, el que Judas Iscariote lo interpretó como censura personal, y finalmente decidió vengar sus sentimientos heridos. Muchas veces había tenido subconscientemente estas ideas, pero ahora se atrevía a pensar estos pensamientos malvados en su mente consciente y abierta. Muchos otros lo alentaron en esta actitud, puesto que el costo de este ungüento era una suma equivalente a lo que ganaba un hombre durante un año —suficiente para proveer pan a cinco mil personas. Pero María amaba a Jesús; ella había proveído este precioso ungüento para embalsamar su cuerpo a la hora de su muerte, porque creía en sus palabras cuando él les anticipó que debía morir, y si ella cambiaba de idea y elegía otorgar esta ofrenda al Maestro mientras él aún estaba vivo, nadie debía impedírselo.
      
Tanto Lázaro como Marta sabían que María había ahorrado por mucho tiempo el dinero con el cual compró la vasija de espicanardo, y aprobaban de todo corazón su anhelo en este asunto porque eran ricos y podían permitirse fácilmente esta ofrenda.
       
Cuando los altos sacerdotes se enteraron de esta cena en Betania en honor de Jesús y Lázaro, consultaron entre ellos para ver que debían hacer con Lázaro. Y finalmente decidieron que Lázaro también debía morir. Concluyeron atinadamente que sería inútil matar a Jesús si permitían que Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos, siguiera viviendo.

viernes, 1 de noviembre de 2013

La entrada a Jerusalén

JESÚS y los apóstoles llegaron a Betania poco después de las cuatro de la tarde del viernes 31 de marzo del año 30 d. de J.C. Lázaro, sus hermanas y sus amigos los aguardaban; como venían tantas personas todos los días para hablar con Lázaro de su resurrección, le dijeron a Jesús que habían arreglado que pernoctara con un creyente vecino, un tal Simón, que desde la muerte del padre de Lázaro, era el caudillo de la pequeña aldea.
      
Esa tarde Jesús recibió a muchos visitantes, y la gente común de Betania y Betfagé hizo todo lo que pudo para que se sintiera que era bienvenido. Aunque muchos pensaban que Jesús iba ahora a Jerusalén desafiando abiertamente el decreto de muerte del sanedrín para proclamarse rey de los judíos, la familia betaniana —Lázaro, Marta y María— se daba cuenta más plenamente de que el Maestro no era esa clase de rey; sentían vagamente que ésta podía ser su última visita a Jerusalén y Betania.
      
Los altos sacerdotes fueron informados de que Jesús estaba en Betania, pero decidieron que era mejor no intentar tratar de arrestarlo cuando se encontraba entre sus amigos; decidieron aguardar su venida a Jerusalén. Jesús sabía todo esto, pero estaba majestuosamente calmo; sus amigos no lo habían visto nunca tan compuesto y congenial; aun los apóstoles estaban sorprendidos de que se le viera tan poco preocupado, en el momento mismo en que el sanedrín había pedido a todos los judíos que se lo entregaran. Mientras el Maestro dormía esa noche, los apóstoles lo vigilaban de dos en dos, y muchos de ellos estaban armados con espada. A la mañana siguiente temprano, los despertaron cientos de peregrinos que venían de Jerusalén, aun siendo sábado, para ver a Jesús y a Lázaro, a quien aquel había resucitado después de muerto.