«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

martes, 23 de diciembre de 2014

La aparición junto al lago.

A eso de las seis de la mañana del viernes 21 de abril, el Maestro morontial hizo su aparición decimotercera, la primera en Galilea, ante los diez apóstoles, en el momento en que se acercaba su barca a la orilla, cerca del sitio donde usualmente atracaban en Betsaida.
      
El jueves, después de pasar los apóstoles la tarde y las primeras horas de la noche en espera, en la casa de Zebedeo, Simón Pedro sugirió que fueran a pescar. Cuando Pedro propuso la pesca, todos los apóstoles decidieron ir. Echaron sus redes toda la noche, pero no pescaron nada. No se preocuparon gran cosa por no haber pescado nada, porque tenían muchas experiencias interesantes de las cuales hablaron, cosas que tan recientemente les habían sucedido en Jerusalén. Pero cuando llegó la luz del día, decidieron volver a Betsaida. Al acercarse a la orilla, vislumbraron una persona en la playa, cerca del amarradero, de pie junto a un fuego. Al principio pensaron que se trataba de Juan Marcos, dispuesto a recibirlos con su pesca, pero a medida que se acercaban, vieron que estaban equivocados —el hombre era demasiado alto para ser Juan. A nadie se le ocurrió que la persona en la playa fuera el Maestro. No entendían del todo por qué Jesús quería encontrarse con ellos en los sitios de sus actividades previas, al aire libre, en contacto con la naturaleza, lejos del ambiente cerrado de Jerusalén con su asociación trágica de temor, traición y muerte. Les había dicho que, si iban a Galilea, él se encontraría con ellos ahí, y estaba a punto de cumplir esa promesa.
      
Cuando echaron el ancla y se prepararon para trasladarse al bote pequeño que los llevaría hasta la orilla, el hombre en la playa les gritó: «Muchachos, ¿habéis pescado algo?» Al responderle ellos que no, volvió a hablar. «Echad la red a la derecha de la barca, encontraréis allí peces». Aunque no sabían que era Jesús quien les estaba hablando, al unísono echaron la red como se les había instruido, e inmediatamente estuvo llena, tanto que casi no podían cargarla de vuelta en la barca. Juan Zebedeo era de percepción rápida, y al ver la red llena de peces, percibió que era el Maestro quien les había hablado. Cuando ese pensamiento cruzó su mente, se inclinó y le susurró a Pedro: «Es el Maestro». Pedro fue siempre hombre de acción impensada y devoción impetuosa, de modo que, en cuanto Juan le susurró eso al oído, se levantó de golpe y se echó al agua para llegar más rápido junto al Maestro. Sus hermanos llegaron poco después de él, habiendo alcanzado la orilla en la barca pequeña, arrastrando la red llena de peces.
      
A esta altura ya se había levantado Juan Marcos y, viendo a los apóstoles que llegaban a la orilla con su red cargada, corrió a la playa para saludarlos; y cuando vio a once hombres en vez de diez, supuso que a quien no reconocía sería Jesús resucitado, y ante el asombro callado de los diez, el joven corrió junto al Maestro, e hincando la rodilla a sus pies, dijo: «Señor mío y Maestro mío». Y Jesús habló, no como lo había hecho en Jerusalén al saludarlos diciendo «que la paz sea con vosotros», sino en tono familiar, dirigiéndose a Juan Marcos: «Bien, Juan, me alegro de verte nuevamente, en la despreocupada Galilea, donde podemos tener una buena visita. Quédate con nosotros Juan, y desayuna».
      
Mientras Jesús hablaba con el joven, los diez estaban tan asombrados y sorprendidos que se olvidaron de traer la red llena de peces a la playa. Entonces habló Jesús: «Traed los peces y preparad algunos para el desayuno, el fuego ya está prendido, y tenemos bastante pan».
      
Mientras Juan Marcos estaba homenajeando al Maestro, Pedro contemplaba fijamente el fuego de carbón que brillaba allí en la playa; la escena le recordó vividamente el fuego de medianoche en el patio de Anás, allí donde él negó al Maestro. Pero se repuso al cabo de un momento y, arrodillándose a los pies del Maestro, exclamó: «¡Señor mío y Maestro mío!»
      
Luego, Pedro se unió a sus hermanos para traer la red. Cuando tuvieron su pesca sobre la playa contaron los peces, y había 153 grandes. Nuevamente, se cometió el error de decir que ésta había sido una pesca milagrosa. No hubo milagro alguno en este episodio. Fue simplemente un ejercicio del preconocimiento del Maestro. El sabía que los peces estaban allí y por consiguiente señaló a los apóstoles el sitio donde debían echar la red.
      Jesús les habló diciendo: «Venid pues todos vosotros a desayunar. Aun los gemelos han de sentarse, mientras yo converso con vosotros; Juan Marcos preparará los pescados». Juan Marcos trajo siete peces de buen tamaño, que el Maestro puso al fuego, y cuando estuvieron cocidos el muchacho los sirvió a los diez. Entonces, Jesús rompió el pan y se lo entregó a Juan que, a su vez, sirvió a los hambrientos apóstoles. Cuando todos estuvieron servidos, Jesús indicó a Juan Marcos que se sentara mientras él mismo servía el pescado y el pan al muchacho, y mientras comían, Jesús habló con ellos rememorando muchas experiencias en Galilea junto a este mismo lago.
     
Ésta fue la tercera vez cuando Jesús se manifestó a los apóstoles como grupo. Cuando Jesús se dirigió a ellos por primera vez, preguntándoles si habían pescado, no sospecharon que fuera él, porque era experiencia común para estos pescadores en el Mar de Galilea, cuando se acercaban a la costa, que alguno de los mercaderes de pescados de Tariquea les dirigiera así la palabra, pues se encontraban generalmente allí para comprar la pesca fresca y entregarla a los establecimientos que se ocupaban del secado.
      
Jesús conversó con los diez apóstoles y Juan Marcos por más de una hora; luego, los condujo de a dos, paseando de ida y de vuelta por la playa mientras les hablaba —pero no eran las mismas parejas que él había formado para que salieran a enseñar. Los once apóstoles habían venido juntos de Jerusalén, pero Simón el Zelote se había puesto cada vez más deprimido a medida que se acercaban a Galilea, de manera que, cuando llegaron a Betsaida, dejó a sus hermanos y se fue a su casa.
     
Esta mañana, antes de despedirse de ellos, Jesús les aconsejó que dos de los apóstoles fueran adonde Simón el Zelote, y le trajeran de vuelta ese mismo día. Así lo hicieron Pedro y Andrés.