«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

miércoles, 25 de abril de 2012

La vida de un pastor.

Junto al valle de este arroyuelo Juan construyó no menos de una docena de refugios de piedra y corrales nocturnos, hechos de piedras superpuestas, desde donde podía observar y salvaguardar a sus rebaños de ovejas y de cabras. La vida de pastor le dejaba a Juan mucho tiempo para pensar. Mucho conversaba con Ezda, un niño huérfano de Bet-sur, a quien en cierto modo había adoptado, y que cuidaba de los rebaños cuando Juan se iba a Hebrón para visitar a su madre y vender ovejas, así como cuando descendía a En-Gedi para los oficios del sábado. Juan y el muchacho vivían una vida muy simple, alimentándose de carnero, leche de cabras, miel silvestre, y las langostas comestibles de la región. De cuando en cuando, suplementaban esta dieta diaria con provisiones traídas de Hebrón y de En-Gedi.
     

Elizabeth mantenía a Juan al tanto de los asuntos de Palestina y del mundo. Cada vez se hacía más profunda su convicción de que se avecinaba rápidamente el momento en que habría de acabar el viejo orden; que él sería el mensajero del advenimiento de una nueva era, «el reino del cielo». Este rudo pastor tenía gran predilección por los escritos del profeta Daniel. Mil veces había leído la descripción danielita de la gran imagen, la que, según Zacarías le había relatado, representaba la historia de los grandes imperios del mundo, comenzando con Babilonia, luego Persia, Grecia y finalmente Roma. Juan percibía que ya Roma estaba compuesta de pueblos y razas tan políglotas, que jamás podría llegar a consolidar firmemente un imperio sobre sólidos cimientos. El creía que Roma aun entonces estaba dividida en Siria, Egipto, Palestina y otras provincias; y entonces leyó que «en los días de estos reyes, el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido. Ni será este reino dejado a otro pueblo, sino desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, y permanecerá para siempre». «Y le fue dado dominio y gloria y un reino para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran. Su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido». «El reino y el dominio y la grandeza del reino debajo de todo el cielo será dado al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los dominios le servirán y le obedecerán».
      
Juan no consiguió nunca emerger por completo de la confusión provocada por lo que les había oído decir a sus padres respecto a Jesús y los pasajes que leía en las escrituras. En el libro de Daniel leía: «Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un Hijo de Hombre, y le fue dado dominio y gloria y un reino». Pero estas palabras del profeta no se armonizaban con lo que le habían enseñado sus padres. Por otra parte tampoco correspondía su conversación con Jesús, con ocasión de su visita cuando tenía dieciocho años, con estas declaraciones de las escrituras. A pesar de esta confusión, en el medio de su perplejidad, su madre le aseguraba que su primo lejano, Jesús de Nazaret, sería el verdadero Mesías, que había venido para ocupar el trono de David, y que él (Juan) habría de ser el mensajero de su advenimiento y su principal apoyo.
      
Por todo lo que oía Juan sobre el vicio y la iniquidad en Roma y el libertinaje y la esterilidad moral del imperio, por lo que él sabía de las fechorías de Herodes Antipas y de los gobernadores de Judea, se inclinaba a pensar que se acercaba el fin de la era. Le parecía a este noble y rudo hijo de la naturaleza que el mundo estaba maduro para el fin de la era del hombre, para el alborear de una era nueva y divina: el reino del cielo. En el corazón de Juan fue creciendo la convicción de que había de ser el último de los antiguos profetas y el primero de los nuevos. Vibraba con el sobrecogedor impulso de salir y proclamar a todos los hombres: «¡Arrepentíos! ¡Andad bien con Dios! Preparaos para el fin; preparaos para el advenimiento del nuevo orden eterno de los asuntos terrenales, el reino del cielo».