«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

sábado, 14 de junio de 2014

El significado de la muerte en la cruz.

A pesar de que Jesús no murió esta muerte en la cruz para expiar la culpa racial del hombre mortal ni para proporcionar algún tipo de acercamiento eficaz a un Dios, que en otro caso, se sentiría ofendido y que no perdonaría; aunque el Hijo del Hombre no se ofreció como sacrificio para apaciguar la ira de Dios y para abrir el camino para que el hombre pecador obtuviera la salvación; a pesar de que estas ideas de expiación y propiciación son erróneas, existen sin embargo significados en esta muerte de Jesús en la cruz que no deben ser pasados por alto. Es un hecho que Urantia se conoce entre otros planetas vecinos habitados como «el mundo de la cruz».
     
Jesús quiso vivir una vida mortal plena en la carne en Urantia. La muerte es, ordinariamente, parte de la vida. La muerte es el último acto del drama mortal. En vuestros esfuerzos bien intencionados para escapar a los errores supersticiosos de la falsa interpretación del significado de la muerte en la cruz, debéis evitar el grave error de no percibir el auténtico significado y la verdadera importancia de la muerte del Maestro.
     
El hombre mortal no fue nunca propiedad de los grandes embusteros. Jesús no murió para rescatar al hombre de las garras de los gobernantes apóstatas y de los príncipes caídos de las esferas. El Padre en el cielo nunca concibió una injusticia tan burda como la de condenar un alma mortal por las malas acciones de sus antepasados. Tampoco fue la muerte del Maestro en la cruz un sacrificio consistente en pagarle a Dios una deuda que la raza humana le debía.
      
Antes de que Jesús viviese en la tierra, tal vez podríais haber estado justificados en creer en un Dios semejante, pero no podéis pensar así desde que el Maestro vivió y murió entre vuestros semejantes mortales. Moisés enseñó la dignidad y la justicia de un Dios Creador; pero Jesús representó el amor y la misericordia de un Padre celestial.
    
La naturaleza animal —la tendencia al mal— puede ser hereditaria, pero el pecado no se transmite de padre a hijo. El pecado es el acto deliberado y consciente de rebeldía contra la voluntad del Padre y las leyes de los Hijos cometido por una criatura volitiva.

Jesús vivió y murió para todo un universo, no solamente para las razas de este mundo. Aunque los mortales de los reinos tenían salvación aun antes de que Jesús viviese y muriese en Urantia, es sin embargo un hecho de que su autootorgamiento en este mundo iluminó grandemente el camino de la salvación; su muerte mucho hizo por aclarar para siempre la certeza de la sobrevivencia mortal después de la muerte en la carne.
      
Aunque no sea adecuado hablar de Jesús como de uno que se sacrifica, un rescatador, o un redentor, es totalmente correcto referirse a él como un salvador. El hizo para siempre más claro y seguro el camino de la salvación (sobrevivencia); mostró mejor y más certeramente el camino de la salvación para todos los mortales de todos los mundos del universo de Nebadon.
     
Una vez que captéis la idea de Dios como Padre verdadero y amante, el único concepto que Jesús enseñó, para ser consistentes debéis de ahí en adelante, abandonar completamente todos esos conceptos primitivos sobre Dios como monarca ofendido, gobernante rígido y todopoderoso cuyo mayor deleite consiste en sorprender a sus súbditos en el error y en asegurarse de que sean castigados debidamente, a menos que otro ser casi igual a él mismo ofrezca sufrir por ellos, morir como substituto y en su lugar. Toda la idea del rescate y de la expiación es incompatible con el concepto de Dios tal como lo enseñó y ejemplificó Jesús de Nazaret. El amor infinito de Dios no es secundario a nada en la naturaleza divina.
     
Este concepto de expiación y salvación a base de sacrificios está arraigado y anclado en el egoísmo. Jesús enseñó que el servicio al prójimo es el concepto más alto de la hermandad de los creyentes espirituales. La salvación debe darse por sentado por los que creen en la paternidad de Dios. La mayor preocupación del creyente no debe ser el deseo egoísta de la salvación personal sino más bien el impulso altruista al amor, y por lo tanto al servicio del prójimo así como Jesús amó y sirvió a los hombres mortales.
      
Tampoco han de preocuparse mucho los creyentes genuinos por el futuro castigo del pecado. El verdadero creyente tan sólo se preocupa por su separación actual de Dios. Es verdad que los padres sabios pueden castigar a sus hijos, pero lo hacen por amor y con fines correctivos. No castigan porque estén airados, tampoco castigan como retribución.
     
Aunque fuera Dios el monarca rígido y legal de un universo en que gobernara supremamente la justicia, con certeza no estaría satisfecho con el esquema infantil de sustituir a un sufriente inocente por un ofensor culpable.
      
Lo extraordinario de la muerte de Jesús, tal como se relaciona con el enriquecimiento de la experiencia humana y la expansión del camino de la salvación, no es el hecho de su muerte sino más bien la manera superior y el espíritu incomparable con que se enfrentó a su muerte.
      
Toda esta idea del rescate de la expiación coloca la salvación en un plano de irrealidad; tal concepto es puramente filosófico. La salvación humana es real; está basada en dos realidades que pueden ser captadas por la fe de la criatura e incorporarse de esa manera a la experiencia humana de cada individuo: el hecho de la paternidad de Dios y su verdad correlacionada, la hermandad del hombre. Es verdad, después de todo, que se os «perdonarán vuestras deudas, aun como vosotros perdonáis a vuestros deudores».