«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

sábado, 21 de junio de 2014

Las lecciones de la cruz.

La cruz de Jesús retrata la medida plena de la devoción suprema del verdadero pastor aun por los miembros de su rebaño que no la merecen. Coloca para siempre todas las relaciones entre Dios y el hombre sobre la base de familia. Dios es el Padre; el hombre es su hijo. El amor, el amor de un padre por su hijo, se torna en la verdad central de las relaciones universales del Creador con la criatura —no la justicia de un rey que busca satisfacción en el sufrimiento y en el castigo de sus súbditos malvados.
      
La cruz por siempre muestra que la actitud de Jesús hacia los pecadores no fue ni de condenar ni de condonar, sino más bien de salvación eterna y amante. Jesús es en verdad un salvador en el sentido de que su vida y su muerte atraen a los hombres a la bondad y a la sobrevivencia recta. Jesús ama tanto a los hombres que este amor despierta la respuesta amorosa en el corazón humano. El amor es verdaderamente contagioso y eternamente creativo. La muerte de Jesús en la cruz ejemplifica un amor que es lo suficientemente fuerte y divino como para perdonar el pecado y absorber toda maldad. Jesús reveló a este mundo una calidad más alta de rectitud que la justicia —el mero concepto técnico del bien y del mal. El amor divino no solamente perdona las faltas; las absorbe y realmente las destruye. El perdón del amor trasciende enteramente el perdón de la misericordia. La misericordia pone a un lado la culpa del mal; pero el amor destruye para siempre el pecado y toda debilidad que de él resulte. Jesús trajo a Urantia un nuevo método de vivir. Nos enseñó a no resistir al mal sino a encontrar a través de él la bondad que destruye al mal eficazmente. El perdón de Jesús no es condonar; es la salvación de la condenación. La salvación no le resta importancia a la falta; la enmienda. El verdadero amor no transige con el odio ni lo condena, sino lo destruye. El amor de Jesús no está nunca satisfecho con el simple perdón. El amor del Maestro implica rehabilitación, sobrevivencia eterna. Es totalmente propio hablar de salvación como redención, si con eso significáis esta rehabilitación eterna.
      
Jesús, por el poder de su amor personal por los hombres, pudo romper la garra del pecado y del mal. De esa manera liberó al hombre para que éste pudiera elegir los mejores caminos del vivir. Jesús ilustró una liberación del pasado que en sí misma prometía el triunfo del futuro. El perdón proveyó así la salvación. La belleza del amor divino, una vez que entra plenamente en el corazón humano, destruye para siempre el encanto del pecado y el poder del mal.
      
Los sufrimientos de Jesús no se limitaron a su crucifixión. En realidad, Jesús de Nazaret pasó más de veinticinco años en la cruz de la existencia mortal real e intensa. El verdadero valor de la cruz consiste en el hecho de que fue la expresión suprema y final de su amor, la revelación completa y plena de su misericordia.
      
En millones de mundos habitados, incontables billones de criaturas evolutivas que podían haber sido tentadas a abandonar la lucha moral y la buena lucha de la fe, han visto nuevamente a Jesús en la cruz y entonces han procedido hacia adelante, inspirados por la vista de un Dios que da su vida encarnada devotamente al servicio altruista del hombre.
      

El triunfo de la muerte en la cruz queda resumido en el espíritu de la actitud de Jesús hacia los que lo atormentaban. Convirtió la cruz en el símbolo eterno del triunfo del amor sobre el odio y de la victoria de la verdad sobre el mal al orar: «Padre, perdónalos, porque no saben qué están haciendo». Esa devoción de amor fue contagiosa en todo un vasto universo; los discípulos se contagiaron de su Maestro. El primer maestro de este evangelio que tuvo que poner su vida al servicio del evangelio, dijo, mientras lo apedreaban a muerte: «No cargues este pecado a su cuenta».
      
La cruz hace el llamado supremo a lo mejor que hay en el hombre porque nos revela a aquél que estuvo dispuesto a ofrendar su vida al servicio de sus semejantes.
 El hombre no puede tener mayor amor que éste: estar dispuesto a dar la vida por sus amigos. Y Jesús tenía tal amor que estaba dispuesto a dar la vida por sus enemigos, el más grande amor que se había conocido hasta ese momento en la tierra.
     
Este sublime espectáculo de la muerte de Jesús humano en la cruz del Gólgota ha sobrecogido las emociones de los mortales, tanto en Urantia como en otros mundos, y ha producido al mismo tiempo una mayor devoción de los ángeles.
      
La cruz es el símbolo elevado del servicio sagrado, la dedicación de la propia vida al bienestar y salvación de los semejantes. La cruz no es el símbolo del sacrificio del Hijo de Dios inocente en sustitución de los pecadores culpables, ni para apaciguar la ira de un Dios ofendido, pero permanece para siempre en la tierra y en todo el vasto universo, como símbolo sagrado de los buenos que se autootorgan para los malos y que, al hacer así, los salvan mediante esta misma devoción de amor. La cruz es el símbolo de la forma más alta de servicio altruista, la devoción suprema del otorgamiento pleno de una vida recta en el servicio de un ministerio incondicionado, aun en la muerte, la muerte en la cruz. La presencia misma de este gran símbolo de la vida autootorgadora de Jesús nos inspira verdaderamente a todos nosotros a ir y hacer lo mismo.
      
Cuando los hombres y mujeres pensantes contemplan a Jesús ofreciendo su vida en la cruz, ya no se atreverán a quejarse nuevamente ni siquiera por los sufrimientos más grandes de la vida, y mucho menos por las pequeñas dificultades o por sus muchas penas puramente ficticias. Su vida fue tan gloriosa y su muerte tan triunfal que todos nos sentimos atraídos a querer compartir ambas. Hay un verdadero poder de atracción en todo el autootorgamiento de Micael, desde los días de su juventud hasta el espectáculo sobrecogedor de su muerte en la cruz.
      
Aseguraos pues de que cuando contempléis la cruz como revelación de Dios, no miréis con los ojos del hombre primitivo ni con el punto de vista del bárbaro posterior, pues ambos consideraban a Dios como un Soberano severo de dura justicia y rígida ley. Más bien aseguraos de que veis en la cruz la manifestación final del amor y de la devoción de Jesús en su misión de la vida en autootorgamiento a las razas mortales de su vasto universo. Ved en la muerte del Hijo del Hombre la cumbre del amor divino del Padre por sus hijos en las esferas de los mortales. La cruz retrata así la devoción del afecto voluntarioso y el otorgamiento de salvación voluntaria sobre los que están dispuestos a recibir estos dones y esta devoción. No hubo nada en la cruz que el Padre solicitara — sólo lo que Jesús tan voluntariamente dio, negándose a evitarlo.
      
Si el hombre no puede de otra manera apreciar a Jesús y comprender el significado de su autootorgamiento en la tierra, por lo menos puede comprender el compañerismo de sus sufrimientos mortales. Ningún hombre debe temer nunca que el Creador no sepa la naturaleza o grado de sus aflicciones temporales.
      
Sabemos que la muerte en la cruz no fue para reconciliar al hombre con Dios sino para estimular al hombre a la comprensión del amor eterno del Padre y de la misericordia sin fin de su Hijo, y para difundir estas verdades universales a todo un universo.