Durante la tarde del segundo sábado en
Jerusalén, mientras el Maestro y los apóstoles estaban a punto de
participar en los servicios del templo, Juan le dijo a Jesús: «Ven
conmigo, quiero mostrarte algo». Juan condujo a Jesús, saliendo por una
de las puertas de Jerusalén, hasta un estanque de agua llamado Betesda.
Alrededor de este estanque había una estructura de cinco pórticos bajo
la cual se encontraba un grupo grande de enfermos, en busca de curación.
Había allí un manantial caliente, cuyas aguas rojizas burbujeaban a
intervalos irregulares debido a las acumulaciones de gases en las
cavernas rocosas debajo del estanque. Se creía que este fenómeno
periódico de las aguas calientes se debía a una influencia sobrenatural,
y era creencia popular que el primero que entrara al agua después del
burbujeo se sanaría de su enfermedad.
Los apóstoles estaban un tanto inquietos
por las restricciones impuestas por Jesús, y Juan, el más joven de los
doce, encontraba particularmente difícil aceptar estas restricciones.
Había traído a Jesús al estanque pensando que el espectáculo de los
afligidos allí reunidos tanto conmovería la compasión del Maestro que lo
llevaría a efectuar un milagro de curación, asombrando así a todo
Jerusalén que de este modo terminaría por creer en el evangelio del
reino. Dijo Juan a Jesús: «Maestro, mira a todos estos seres que sufren;
¿es que no hay nada que podamos hacer por ellos?» Y Jesús replicó:
«Juan, ¿por qué me tientas a que me desvíe del camino que he elegido?
¿Por qué quieres reemplazar la proclamación del evangelio de la verdad
eterna por las obras milagrosas y la curación de los enfermos? Hijo mío,
no puedo hacer lo que deseas, pero, reúne a estos enfermos y afligidos
para que les diga algunas palabras de aliento y consuelo eterno».
Al hablar a los allí reunidos, Jesús dijo:
«Muchos entre vosotros estáis aquí, enfermos y afligidos, por vuestros
muchos años de mal vivir. Algunos entre vosotros sufrís de los
accidentes del tiempo, otros, por los errores de vuestros antepasados, y
otros aun lucháis con las dificultades que se derivan de las
condiciones imperfectas de vuestra existencia temporal. Pero mi Padre
trabaja, y yo trabajaré, para mejorar vuestra condición en la tierra,
más especialmente para aseguraros la vida eterna. Ninguno de nosotros
puede cambiar en mucho las dificultades de la vida, a menos que
descubramos que ésa es la voluntad del Padre en el cielo. Después de
todo, todos debemos hacer la voluntad del Eterno. Si pudierais todos
vosotros ser curados de lo que os aflige físicamente, indudablemente os
admiraríais, pero es aun más admirable que seáis limpiados de toda
enfermedad espiritual y que os encontréis curados de todas las dolencias
morales. Todos vosotros sois hijos de Dios; sois los hijos del Padre
celestial. Tal vez penséis que os afligen las cadenas del tiempo, pero
el Dios de la eternidad os ama. Y cuando llegue la hora del juicio, no
temáis, encontraréis no sólo justicia, sino abundancia de misericordia.
De cierto, de cierto os digo: el que escuche el evangelio del reino y
crea en esta enseñanza de la filiación de Dios, tendrá vida eterna; ya
estos creyentes pasan del juicio y la muerte a la luz y a la vida. Ya se
acerca la hora en la que aun los que están en las tumbas escucharán la
voz de la resurrección.»
Muchos de los oyentes creyeron en el
evangelio del reino. Algunos entre los afligidos tanto se inspiraron y
revivificaron espiritualmente que anduvieron proclamando que también se
habían sanado de sus enfermedades físicas.
Un hombre que había sufrido por años
depresiones y enfermedades graves de su mente atribulada, se regocijó al
escuchar las palabras de Jesús y, levantando su lecho, salió caminando a su casa, aunque era el día sábado. Este pobre hombre esperó todos esos años que viniera alguien
a ayudarlo; su sensación de inutilidad era tal que no se le había
ocurrido ni una vez ayudarse a sí mismo, cosa que debería haber hecho
desde el principio para curarse —levantar su lecho y salir caminando.
Entonces le dijo Jesús a Juan: «Partamos
antes de que lleguen los altos sacerdotes y los escribas y se ofendan
porque hablamos palabras de vida a estos seres afligidos». Y volvieron
al templo para reunirse con sus compañeros, y luego todos ellos
partieron para pasar la noche en Betania. Pero Juan nunca relató a los
otros apóstoles esta visita que él y Jesús hicieron al estanque de
Betesda ese sábado en la tarde.