La pequeña ciudad de Rimón estuvo una vez
dedicada a la adoración de un dios babilónico del aire, Ramán. Los
rimonitas aún conservaban muchas creencias basadas en las antiguas
enseñanzas babilónicas y las posteriores zoroastras; por consiguiente,
Jesús y los veinticuatro dedicaron mucho de su tiempo a la tarea de
aclarar la diferencia entre estas viejas creencias y el nuevo evangelio
del reino. Aquí predicó Pedro uno de los grandes sermones del principio
de su carrera sobre «Aarón y el becerro de oro».
Aunque muchos de los ciudadanos de Rimón se
convirtieron en creyentes de las enseñanzas de Jesús, en años
posteriores crearon muchos problemas para sus hermanos. Es muy difícil
convertir, en el corto espacio de una sola generación, a los que adoran
la naturaleza en miembros plenos de una hermandad que adora un ideal
espiritual.
Muchas de las mejores ideas babilónicas y
persas sobre la luz y la oscuridad, el bien y el mal, el tiempo y la
eternidad, fueron incorporadas más tarde en las doctrinas del así
llamado cristianismo, y este hecho hizo que las enseñanzas cristianas
resultaran más fácilmente aceptables entre los pueblos del Cercano
Oriente. Del mismo modo, la incorporación de muchas de las teorías de
Platón sobre el espíritu ideal o modelos invisibles de todas las cosas
visibles y materiales, adaptadas más tarde por Filón a la teología
hebrea, hizo que las enseñanzas cristianas de Pablo fueran aceptadas más
fácilmente entre los griegos occidentales.
Fue aquí en Rimón donde Todán oyó hablar
por primera vez del evangelio del reino; más tarde llevaría este mensaje
hasta la Mesopotamia y mucho más allá. El se contó entre los primeros
predicadores que llevaron la buena nueva a los que moraban más allá del
Eufrates.