Cuando Jesús y sus apóstoles se preparaban para
compartir su cena al terminarse este sábado memorable, ya en Capernaum y
sus alrededores había cundido la curiosidad y la zozobra por los así
llamados milagros de curación; y todos los que estaban enfermos o
afligidos empezaron a prepararse para ir adonde Jesús o para que sus
amigos los llevaran allí en cuanto se pusiera el sol. Según las
enseñanzas judías no está permitido ni siquiera ir en busca de salud
durante las horas sagradas del sábado.
Así pues, tan pronto como el sol
desapareció detrás del horizonte, decenas de hombres, mujeres y niños
afligidos se encaminaron a la casa de Zebedeo en Betsaida. Un hombre
salió con su hija paralítica en cuanto se ocultó el sol tras la casa de
su vecino.
Los acontecimientos de todo ese día venían
preparando el escenario para este extraordinario espectáculo a la puesta
del sol. Hasta el texto que Jesús eligiera para su sermón de la tarde
parecía sugerir que la enfermedad se desterraría; ¡él había hablado con
tanta autoridad y poder! ¡Y tan apremiante había sido su mensaje! Sin
apelar a la autoridad humana, había hablado directamente a la conciencia
y al alma de los hombres. Sin recurrir a la lógica ni a la sutileza
legal, ni a la elocuencia ingeniosa, había apelado poderosa, directa,
clara y personalmente al corazón de sus oyentes.
Ese sábado fue un gran día en la vida de
Jesús en la tierra y en la vida de un universo. Para el universo local,
la pequeña ciudad judía de Capernaum era en ese momento realmente la
capital de Nebadon. El puñado de judíos que se encontraban en la
sinagoga de Capernaum no eran los únicos en escuchar las palabras
estremecedoras con que Jesús concluyó su sermón: «El odio es la sombra
del temor; la venganza, la máscara de la cobardía». Tampoco podían los
oyentes olvidar sus palabras benditas, que declaraban: «El hombre es
hijo de Dios; no es hijo del diablo».
Poco después de la puesta del sol, mientras
Jesús y sus apóstoles departían en la sobremesa, la esposa de Pedro oyó
voces en el patio y, al ir a la puerta, vio una multitud de enfermos
que convergían hacia la casa y muchos más que se iban acercando por el
congestionado camino de Capernaum, en busca de curación en las manos de
Jesús. Al contemplar este espectáculo, ella volvió inmediatamente e
informó a su marido, quien se lo dijo a Jesús.
Cuando el Maestro salió de la puerta de
entrada de la casa de Zebedeo, sus ojos se encontraron con una gran masa
de humanidad enferma y afligida. Contempló casi mil seres humanos
enfermos y sufrientes; por lo menos, ésa era la multitud congregada
delante de él. No todos los presentes estaban afligidos; algunos traían a
sus seres queridos para que se sanaran.
El espectáculo de estos mortales afligidos,
hombres, mujeres y niños sumidos en el sufrimiento, debido en gran
parte a los errores y malas obras de sus propios Hijos confiados, de la
administración del universo, conmovió profundamente el corazón humano de
Jesús y puso a prueba la misericordia divina de este benévolo Hijo
Creador. Pero Jesús bien sabía que no era posible construir un
movimiento espiritual duradero sobre los cimientos de milagros puramente
materiales. Se había abstenido constantemente de exhibir sus
prerrogativas de creador de acuerdo con su política fijada. Desde el
episodio de Caná no había habido ningún acontecimiento sobrenatural ni
milagroso durante su enseñanza; sin embargo, esta multitud afligida
conmovió profundamente su corazón compasivo y apeló fuertemente a su
compasivo cariño.
Una voz en el frente del patio exclamó:
«Maestro, di la palabra, devuélvenos la salud, cúranos de nuestras
enfermedades y salva nuestras almas». Ni bien fueron pronunciadas estas
palabras, cuando un vasto séquito de serafines, controladores físicos,
Portadores de Vida y seres intermedios, siempre presente junto a este
Creador encarnado de un universo, se preparó para actuar con poder
creativo en el caso de que diera una señal su Soberano. Fue éste uno de
esos momentos de la carrera terrestre de Jesús en los que la sabiduría
divina y la compasión humana se entrelazaron de tal modo en el juicio
del Hijo del Hombre, que éste buscó refugio en apelar a la voluntad de
su Padre.
Cuando Pedro imploró al Maestro que
escuchara el llanto de desamparo de la multitud, Jesús, bajando la
mirada sobre esa masa de aflicción, contestó: «He venido al mundo para revelar al Padre y
establecer su reino. Para este propósito he vivido mi vida hasta este
momento. Si, por lo tanto, fuera voluntad de Aquel que me envió y no
estuviera en desacuerdo con mi dedicación a la proclamación del
evangelio del reino del cielo, desearía ver a mis hijos sanados— y...»
pero las palabras siguientes de Jesús se perdieron en el tumulto.
Jesús había pasado la responsabilidad de
esta decisión de curación al fallo de su Padre. Evidentemente la
voluntad del Padre no puso objeción alguna, porque ni bien pronunció el
Maestro estas palabras, el séquito de personalidades celestiales que
servía bajo el mando del Ajustador de Pensamiento Personalizado de Jesús
entró en poderosa actividad. El vasto séquito descendió en el medio de
esta multitud abigarrada de mortales afligidos, y en un instante de
tiempo 683 hombres, mujeres y niños fueron sanados, perfectamente
curados de todas sus enfermedades físicas y de otros trastornos
materiales. Un espectáculo semejante no se había visto en la tierra
nunca antes de este día, ni tampoco después. Y para todos nosotros que
estuvimos presentes, el contemplar esta oleada creadora de curaciones
fue en verdad un espectáculo estremecedor.
Pero entre todos los seres sorprendidos por
esta explosión repentina e inesperada de curaciones sobrenaturales,
Jesús era el que más sorprendido estaba. En un momento, cuando su
interés y compasión humanos convergían en el espectáculo de sufrimiento y
aflicción desplegado ante sus ojos, descuidó en su mente humana las
advertencias admonitorias de su Ajustador Personalizado sobre la
imposibilidad de limitar el elemento temporal de las prerrogativas
creadoras de un Hijo Creador bajo ciertas condiciones y en ciertas
circunstancias. Jesús deseaba ver sanados a estos mortales sufrientes,
siempre y cuando ello no violara la voluntad de su Padre. El Ajustador
Personalizado de Jesús falló instantáneamente que dicho acto de energía
creadora en ese momento no transgrediría la voluntad del Padre del
Paraíso, y por esa decisión —en vista de la expresión del deseo de sanar
que la había precedido— el acto creador se hizo realidad. Lo que un Hijo Creador desea y lo que es voluntad
del Padre, SE HACE REALIDAD. Durante el resto de la vida de Jesús en la
tierra no volvió a darse ningún otro episodio de curaciones físicas en
masa.
Como era de esperarse, la fama de estas
curaciones en Betsaida de Capernaum a la puesta del sol se difundió a lo
largo y a lo ancho de Galilea, de Judea y más allá. Nuevamente se
despertó el temor de Herodes, que envió observadores a que le informaran
sobre la obra y las enseñanzas de Jesús y averiguaran si era el ex
carpintero de Nazaret o Juan el Bautista resucitado de entre los
muertos.
Desde ese momento en adelante y hasta el
fin de su carrera terrestre, Jesús fue considerado, sobre todo debido a
esta demostración no deliberada de curaciones físicas, tanto médico como
predicador. Aunque sí continuó enseñando, su obra personal consistió
mayormente en ministrar a los enfermos y a los angustiados, mientras que
sus apóstoles hacían el trabajo de predicación pública y bautizaban a
los creyentes.
Pero la mayoría de los que recibieron esta
curación física sobrenatural o creadora en esta demostración de energía
divina después de la puesta del sol, no tuvieron un beneficio espiritual
permanente de esta extraordinaria manifestación de misericordia. Unos
pocos fueron incitados a la virtud por este ministerio físico, pero el
reino espiritual no progresó en el corazón de los hombres debido a esta
extraordinaria erupción de curación creadora instantánea.
Los portentos curativos que de cuando en
cuando se hicieron presentes durante la misión de Jesús sobre la tierra,
no formaban parte de su plan de proclamación del reino. Eran
incidentalmente inherentes al hecho de que hubiera en la tierra un ser
divino de prerrogativas creadoras casi ilimitadas, en el contexto de una
combinación sin precedentes de misericordia divina y
compasión humana. Pero estos así llamados milagros dieron a Jesús muchos
problemas, porque producían una publicidad que fomentaba prejuicios y
se permitían mucha notoriedad no deseada.