«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

sábado, 10 de noviembre de 2012

La noche siguiente.

Durante toda la noche que siguió a esta gran explosión de curación, la multitud regocijante y dichosa invadió la casa de Zebedeo, y los apóstoles de Jesús llegaron al nivel más alto posible de entusiasmo emotivo. Desde un punto de vista humano, éste fue probablemente el día más grande de todos los días inolvidables de la asociación de ellos con Jesús. Nunca antes ni después pudo su esperanza alcanzar tales alturas de confianza expectativa. Unos pocos días antes les había dicho Jesús cuando aún se encontraban en Samaria, que ya había llegado la hora de la proclamación del reino en pleno poderío, y ahora habían contemplado sus ojos lo que suponían el cumplimiento de esta promesa. Se estremecían imaginando lo que estaba por venir, si esta extraordinaria manifestación de poder curativo era tan sólo el comienzo. Desapareció por completo toda incertidumbre sobre la divinidad de Jesús. Estaban literalmente embriagados de éxtasis, como bajo un encantamiento.
      
Pero cuando buscaron a Jesús, no pudieron hallarlo. El Maestro estaba muy turbado por lo que había ocurrido. Estos hombres, mujeres y niños que habían sido curados de sus diversas enfermedades se quedaron hasta tarde en la noche, esperando el regreso de Jesús para expresarle su gratitud. Los apóstoles no podían entender la conducta del Maestro a medida que pasaban las horas y él permanecía en reclusión; la dicha de ellos habría sido plena y perfecta si no hubiera sido por su ausencia continuada. Cuando regresó Jesús entre ellos, ya era tarde, y prácticamente todos los beneficiarios del episodio de curación se habían vuelto a su casa. Jesús rechazó las congratulaciones y la adoración de los doce y de los otros que se habían quedado para saludarlo, diciendo tan sólo: «No os regocijéis de que mi Padre tiene el poder para curar el cuerpo, sino más bien de que tiene la fuerza para salvar el alma. Vayamos a descansar, porque mañana tenemos que ocuparnos de los asuntos del Padre».

      
Nuevamente, doce hombres desilusionados, perplejos y con el corazón lleno de pena fueron a su descanso; pocos entre ellos, excepto los gemelos, durmieron mucho esa noche. Tan pronto como el Maestro hacía algo que les alegraba el alma y les regocijaba el corazón, inmediatamente después hacía añicos la esperanza de los apóstoles y destruía completamente los cimientos de su coraje y entusiasmo. Al mirarse entre sí estos pescadores perplejos, sólo tenían un pensamiento: «No podemos comprenderlo. ¿Qué es lo que significa todo esto?»