El sábado siguiente, en el servicio de la tarde de la sinagoga, Jesús
predicó su sermón sobre «La voluntad del Padre en el cielo». Por la
mañana, Simón Pedro había predicado sobre «El reino». En la reunión del
jueves por la noche en la sinagoga había enseñado Andrés, siendo su tema
«El nuevo camino». En ese momento había más creyentes de Jesús en
Capernaum que en ninguna otra ciudad de la tierra.
Cuando Jesús enseñó en la sinagoga ese
sábado por la tarde, de acuerdo con la costumbre tomó el primer texto de
la ley, leyendo del Libro del Exodo: «Y servirás al Señor tu Dios, y él
bendecirá tu pan y tu agua, y toda enfermedad te será quitada». Eligió
el segundo texto de los Profetas, leyendo de Isaías: «Levántate,
resplandece, porque ha venido tu luz, y la gloria del Señor se ha
levantado sobre ti. Podrá la oscuridad cubrir la tierra y podrán las
tinieblas envolver a la gente, mas sobre ti amanecerá el espíritu del
Señor y contigo será vista la gloria divina. Aun los gentiles andarán a
esta luz, y muchas mentes preclaras se rendirán ante el resplandor de
esta luz».
Jesús predicó este sermón para aclarar el hecho de que la religión es una experiencia personal. Entre otras cosas dijo el Maestro:
«Bien sabéis que aunque un padre de corazón
tierno ama a su familia en su totalidad, los considera así en grupo,
debido a su poderoso afecto por cada uno de los individuos que forman
esa familia. Ya no tienes que acercarte al Padre en el cielo como hijo
de Israel, sino como hijo de Dios. Como grupo, sois
efectivamente los hijos de Israel, pero como individuos, cada uno de
vosotros es hijo de Dios. Yo he venido, no para revelar el Padre a los
hijos de Israel, sino más bien para traer este conocimiento de Dios y la
revelación de su amor y misericordia al creyente individual, como una
genuina experiencia personal. Todos los profetas os han enseñado que
Yahvé ama a su pueblo, que Dios ama a Israel. Pero yo he venido entre
vosotros para proclamar una verdad aun más grande, una verdad que muchos
de los últimos profetas también alcanzaron a comprender, o sea, que
Dios os ama —a cada uno de vosotros— como individuos. Durante
todas estas generaciones habéis vosotros tenido una religión nacional o
racial; yo he venido ahora para daros una religión personal.
«Pero aun ésta no es una idea nueva. Muchos
de entre vosotros con sensibilidad espiritual han conocido esta verdad,
en la medida en que algunos de los profetas así os han instruido. Acaso
no habéis leído en las Escrituras que dice el profeta Jeremías: `En
aquellos días no dirán más: los padres comieron las uvas agrias y los
dientes de los hijos tienen la dentera. Cada cual morirá por su propia
maldad; los dientes de todo hombre que comiere las uvas agrias, tendrán
la dentera. He aquí que vienen días en los cuales haré nuevo pacto con
mi pueblo, no como el pacto que hice con sus padres el día que los sacé
de la tierra de Egipto, sino que será el pacto según el nuevo camino.
Escribiré aun mi ley en su corazón. Yo seré a ellos por Dios, y ellos me
serán por pueblo. En aquello día no dirán, un hombre a su vecino:
¿conoces al Señor? ¡No!, porque todos me conocerán, desde el más pequeño
hasta el más grande'.
«¿Acaso no habéis leído estas promesas?
¿Acaso no creéis en las Escrituras? ¿Acaso no comprendéis que las
palabras del profeta se cumplen en lo que contempláis en este día?
¿Acaso no os exhortó Jeremías a que hicierais la religión en un asunto
del corazón, a que os relacionarais con Dios como individuos? ¿Acaso no
os dijo el profeta que Dios del cielo escudriña cada corazón individual?
¿No se os advirtió que el corazón humano por naturaleza es engañoso más
que todas las cosas y muchas veces desesperadamente perverso?
«¿Acaso no habéis leído también donde
Ezequiel enseñó a vuestros padres que la religión debe llegar a ser
realidad en vuestra experiencia individual? Ya no usaréis el proverbio
que dice: `los padres comieron las uvas agrias y los dientes de los
hijos tienen la dentera'. `Así como yo vivo', dice el Señor Dios, `He
aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma
del hijo. Sólo el alma que peca morirá'. Y luego, Ezequiel llegó a
predecir este día cuando habló en nombre de Dios diciendo: `También os
daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros'.
«Ya no temáis que Dios castigue una nación
por el pecado de un individuo; tampoco castigará el Padre en el cielo a
uno de sus hijos creyentes por los pecados de una nación, a pesar de que
cada integrante de una familia sufra a menudo las consecuencias
materiales de los errores de la familia y de las transgresiones del
grupo. ¿Acaso no os dais cuenta de que la esperanza de una nación mejor
—o de un mundo mejor— está vinculada con el progreso y esclarecimiento
del individuo?»
Luego dijo el Maestro que, una vez que el
hombre discierne esta libertad espiritual, el Padre en el cielo manda
que sus hijos en la tierra comiencen esa ascensión eterna de la carrera
hacia el Paraíso que consiste en la respuesta consciente de la criatura
al impulso divino del espíritu residente por encontrar a su Creador, por
conocer a Dios y por esforzarse en llegar a ser como él.
Los apóstoles mucho aprendieron de este
sermón. Todos ellos se percataron más plenamente de que el evangelio del
reino es un mensaje dirigido al individuo y no a la nación.
Aunque el pueblo de Capernaum conocía las
enseñanzas de Jesús, se asombraron al escuchar su sermón de este día
sábado. Él enseñaba verdaderamente como aquel que tiene autoridad, y no
como los escribas.
En el momento en que Jesús terminaba de
hablar, un joven oyente que mucho se había turbado por sus palabras,
cayó en un violento ataque epiléptico acompañado de fuertes gritos. Al
fin del ataque, cuando estaba volviendo en sí, habló en un estado de
ensueño, diciendo: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús de
Nazaret? Tú eres el santo enviado por Dios; ¿has venido para destruirnos?» Jesús mandó a la multitud que
callara y, tomando al joven de la mano, dijo: «Recúperate»; y éste
inmediatamente despertó.
Este joven no estaba poseído por un
espíritu impuro o un demonio; era simplemente víctima de la epilepsia.
Pero se le había enseñado lo que poseía un espíritu maligno, que ésa era
la causa de su aflicción. Él así lo creía y así actuaba en todo lo que
pensaba o decía sobre su enfermedad. Todos creían que estos fenómenos se
debían directamente a la presencia de espíritus impuros. Por
consiguiente, creyeron que Jesús había arrojado un demonio desde el ser
este hombre. Pero en realidad Jesús no curó la epilepsia del joven en
esa ocasión. No fue hasta más tarde, después de la puesta del sol, que
este joven fue sanado. Mucho después del día de Pentecostés, el apóstol
Juan, quien fue el último en escribir sobre las obras de Jesús, evitó
toda referencia a estos así llamados actos de «echar a los demonios», y
así lo hizo porque ya no ocurrieron estos casos de posesión por el
demonio después de Pentecostés.
Como resultado de este incidente trivial,
se corrió rápidamente por todo Capernaum la noticia de que Jesús había
echado a un demonio del ser de cierto hombre, curándolo milagrosamente
en la sinagoga al terminar su sermón vespertino. El sábado era el día
más indicado para que estos rumores tan sorprendentes se corrieran tan
velozmente. Los relatos llegaron hasta las poblaciones más pequeñas que
rodeaban a Capernaum, y muchos los creyeron.
La esposa de Simón Pedro y la madre de ella
se ocupaban de la mayor parte del trabajo doméstico y de cocinar en la
gran casa de Zebedeo, que se había convertido en el cuartel general de
Jesús y los doce. La casa de Pedro estaba cerca de la de Zebedeo; y
Jesús y sus amigos se detuvieron allí, camino de vuelta de la sinagoga,
porque la suegra de Pedro estaba enferma desde hacía varios días, con
fiebre y escalofríos. Ocurrió pues que, mientras Jesús estaba de pie
junto a la mujer enferma y le apretaba la mano y le acariciaba la frente
hablándole palabras de consuelo y aliento, la fiebre la abandonó. Jesús
aún no había tenido tiempo de explicar a sus apóstoles que no se había
producido milagro alguno en la sinagoga; y con este episodio tan fresco y
vívido en su mente, y al recordar además el incidente del agua y el
vino en Caná, interpretaron esta coincidencia como otro milagro, y
algunos de ellos corrieron a dar la nueva por toda la ciudad.
Amata, la suegra de Pedro, sufría de
paludismo. En esa ocasión no fue sanada milagrosamente por Jesús. Su
curación no se produjo hasta varias horas más tarde, después de la
puesta del sol, en conexión con el acontecimiento extraordinario que
ocurrió en el patio delante de la casa de Zebedeo.
Estos casos son ejemplos típicos de la
forma en que una generación con anhelos de acontecimientos maravillosos,
un pueblo que amaba pensar en milagros, se aferraba indefectiblemente
de estas coincidencias como pretexto para proclamar que Jesús había
producido otro milagro.