«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

viernes, 20 de septiembre de 2013

Camino a Jerusalén.

AL DÍA siguiente del memorable sermón sobre «el reino del cielo», Jesús anunció que el próximo día él y los apóstoles partirían para asistir a la Pascua en Jerusalén, visitando numerosas ciudades del sur de Perea por el camino.
      
El discurso sobre el reino y el anuncio de que iría a la celebración de la Pascua hicieron que todos sus seguidores pensaran que salía hacia Jerusalén para inaugurar el reino temporal de la supremacía judía. Dijera lo que dijese Jesús sobre el carácter no material del reino, no podía eliminar completamente de la mente de sus oyentes judíos la idea de que el Mesías establecería algún tipo de gobierno nacionalista, con sede central en Jerusalén.
      
Lo que Jesús dijo en su sermón del sábado tan sólo consiguió confundir la mayoría de sus seguidores. Muy pocos fueron esclarecidos por el discurso del Maestro. Los líderes comprendieron algo de sus enseñanzas sobre el reino interior, «el reino del cielo dentro de vosotros», pero también sabían que había hablado de otro reino futuro, y éste era el reino que ellos creían que estaba a punto de ir a Jerusalén para establecer. Cuando esta expectativa sufrió una desilusión, cuando él fue rechazado por los judíos, y más tarde, cuando Jerusalén fue literalmente destruida, aún se aferraron a esta esperanza, creyendo sinceramente que el Maestro pronto retornaría al mundo en gran poder y gloria majestuosa para establecer el reino prometido.
      
Fue este domingo por la tarde cuando Salomé, la madre de Santiago y Juan Zebedeo, vino adonde Jesús con sus dos hijos apóstoles y, como si se dirigiera a un potentado oriental, intentó que Jesús le prometiera por adelantado otorgarle lo que ella le pidiese. Pero el Maestro no quiso prometer nada; en cambio, le preguntó: «¿Qué es lo que quieres que haga por ti?» Entonces respondió Salomé: «Maestro, ahora que vayas a Jerusalén para establecer el reino, quisiera pedirte por adelantado que me prometas que éstos mis hijos sean honrados contigo, uno sentado a tu diestra y el otro sentado a tu izquierda en tu reino».
      
Cuando Jesús escuchó el pedido de Salomé, dijo: «Mujer, no sabes qué es lo que pides». Luego, fijando la mirada en los ojos de los dos apóstoles buscadores de honor, dijo: «Teniendo en cuenta que hace mucho que os conozco y os amo; que aun he vivido en la casa de vuestra madre; que Andrés os ha encargado que estéis conmigo en todo momento; por todo esto, habéis permitido que vuestra madre venga a verme en secreto, con esta petición indecorosa. Pero yo os pregunto: ¿sois capaces de beber de la copa de la que estoy a punto de beber?» Sin titubeo, Santiago y Juan contestaron: «Sí, Maestro, sí somos capaces». Dijo Jesús: «Me apesadumbra ver que no sabéis por qué vamos a Jerusalén; me duele que no comprendáis la naturaleza de mi reino; me desilusiona que traigáis a vuestra madre para que me haga esta petición; pero yo sé que me amáis en vuestro corazón; por eso declaro que en verdad beberéis de mi copa de amargura y compartiréis de mi humillación, pero que os sentéis a mi derecha y a mi izquierda no está en mi poder daros. Esos honores están reservados para los que han sido designados por mi Padre».
      
Para entonces alguien había llevado a Pedro y a los otros apóstoles la noticia de esta conferencia, y estaban ellos muy indignados de que Santiago y Juan buscaran ser preferidos entre los demás, y que fueran en secreto con su madre a hacer esta petición. Cuando empezaron a discutir entre ellos, Jesús los reunió y dijo: «Bien comprendéis cómo los gobernantes de los gentiles dominan a sus súbditos, y cómo los que son grandes ejercen su autoridad. Pero no será así en el reino del cielo. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea primero vuestro siervo. El que quiera ser primero en el reino, que sea vuestro ministro. Yo os declaro que el Hijo del Hombre no vino para ser ministrado sino para ministrar; y ahora voy a Jerusalén para dar mi vida haciendo la voluntad del Padre y sirviendo a mis hermanos». Cuando los apóstoles escucharon estas palabras se retiraron por su cuenta para orar. Ese anochecer, en respuesta a los esfuerzos de Pedro, Santiago y Juan se disculparon en forma adecuada ante los diez y recuperaron las buenas gracias de sus hermanos.

Al pedir sitios a la derecha y a la izquierda de Jesús en Jerusalén, los hijos de Zebedeo no se daban cuenta de que en menos de un mes su amado Maestro estaría clavado en una cruz romana con un ladrón moribundo a un lado y otro transgresor al otro lado. Y la madre de ellos, que estuvo presente en la crucifixión, recordaba muy bien la petición necia que ella había hecho a Jesús en Pella relativo a los honores que tan tontamente buscara para sus hijos apóstoles.