Eran alrededor de las tres y media de este viernes por la madrugada,
cuando el sumo sacerdote, Caifás, llamó al orden al tibunal sanedrista
de inquisición y pidió que Jesús fuera traído ante ellos para someterlo a
juicio. En tres ocasiones previas el sanedrín, por gran mayoría de
votos, había decretado la muerte de Jesús, había decidido que se merecía
la muerte por acusaciones casuales de contravención a la ley, blasfemia
y burla a las tradiciones de los padres de Israel.
No era ésta una reunión regular del
sanedrín y no se la celebraba en el sitio usual, la cámara de piedras
labradas del templo. Era ésta una corte especial de unos treinta
sanedristas y se la convocó en el palacio del sumo sacerdote. Juan
Zebedeo estuvo presente con Jesús durante todo el así llamado juicio.
¡De qué manera se congratulaban estos altos
sacerdotes, escribas, saduceos y algunos de los fariseos de que ese
Jesús que había comprometido su posición y desafiado su autoridad, ya
estaba de seguro en sus manos! Y estaban decididos a que no viviría para
que pudiera escaparse de sus garras vengativas.
Por lo común cuando los judíos enjuiciaban a
un hombre por un delito capital, procedían con gran cautela y recurrían
a las salvaguardas de la ecuanimidad en la selección de los testigos y
en la conducta general del juicio. Pero en esta ocasión, Caifás fue más
un acusador que un juez imparcial.
Jesús apareció ante este tribunal vestido
en su ropa usual y con las manos atadas detrás de la espalda. Todo el
tribunal estaba sobresaltado y algo confuso por su aspecto majestuoso.
Nunca antes habían contemplado tal donaire en un prisionero ni habían
presenciado tal comportamiento en un hombre que corría el peligro de la
pena de muerte.
La ley judía requería que hubiera un
acuerdo por lo menos entre dos testigos sobre cada acusación antes de
que se pudiera hacer cargos contra un prisionero. Judas no podía ser
usado como testigo contra Jesús, porque la ley judía prohibía
específicamente el testimonio de un traidor. Se disponía de más de una
veintena de falsos testigos para atestiguar contra Jesús, pero su
testimonio era tan contradictorio y tan evidentemente fabricado que los
sanedristas mismos mucho se avergonzaron del espectáculo. Jesús estaba
allí de pie, mirando con benignidad a estos perjuros, y su aspecto mismo
desconcertó a los testigos mentirosos. A lo largo de este falso
testimonio el Maestro no dijo una sola palabra; no respondió a ninguna
de sus muchas acusaciones falsas.
La primera vez que dos de los testigos se
acercaron por lo menos a una semblanza de acuerdo fue cuando dos hombres
atestiguaron que habían oído a Jesús decir, en el curso de uno de sus
sermones en el templo, que él «Derribaría este templo hecho por las
manos del hombre y en tres días edificaría otro templo sin emplear las
manos del hombre». Eso no era exactamente lo que dijo Jesús, aparte del
hecho de que, al decir estas palabras, él señaló su propio cuerpo.
Aunque el sumo sacerdote le gritó a Jesús:
«¿No respondes a ninguna de estas acusaciones?», Jesús no abrió la boca.
Permaneció allí en silencio mientras todos estos falsos testigos daban
su testimonio. El odio, el fanatismo, y la exageración inescrupulosa
caracterizaban de tal manera las palabras de estos perjuros que su testimonio cayó por su propio peso. La mejor
refutación de estas acusaciones falsas fue el silencio calmo y
majestuoso del Maestro.
Poco después del comienzo del testimonio de
los falsos testigos, llegó Anás y tomó su asiento junto a Caifás. Ahora
Anás se puso de pie y argumentó que esta amenaza de Jesús de derribar
el templo era suficiente para justificar tres cargos contra él:
1.
Que era un peligroso embaucador del pueblo. Que les enseñaba cosas imposibles y de otras maneras los engañaba.
2.
Que era un revolucionario fanático, porque abogaba atacar con violencia
el templo sagrado, pues, ¿de qué otra manera podría él derribarlo?
3. Que enseñaba magia puesto que prometía edificar un nuevo templo sin usar las manos del hombre.
Ya el sanedrín en pleno había acordado que
Jesús era culpable de transgresiones de la ley judía merecedoras de la
pena de muerte, pero ahora más les preocupaba el asunto de hacer cargos,
basados en su conducta y enseñanzas, que justificaran ante Pilato la
sentencia de muerte contra su prisionero. Sabían que necesitaban el
consentimiento del gobernador romano antes de poder matar a Jesús
legalmente. Anás se inclinaba a proceder en una forma que hiciera
aparecer que Jesús era un maestro peligroso si se le permitía que
siguiera enseñando al pueblo.
Pero Caifás ya no podía soportar la vista
del Maestro de pie allí, tan compuesto y en tan absoluto silencio. Pensó
que conocía por lo menos una manera de inducir al prisionero a que
hablara. Por lo tanto, corrió al lado de Jesús y, sacudiendo un dedo
acusador ante el rostro del Maestro, dijo: «Te suplico, en el nombre del
Dios viviente, que nos digas si eres tú el Libertador, el Hijo de
Dios». Jesús le contestó a Caifás: «Lo soy. Pronto iré al Padre, y
dentro de poco, el Hijo del Hombre vestirá el manto del poder y
nuevamente reinará sobre las huestes del cielo».
Cuando el sumo sacerdote escuchó a Jesús
pronunciar estas palabras, se airó en forma excesiva, y rasgando sus
vestiduras, exclamó: «¿Qué necesidad tenemos nosotros de testigos? He
aquí, ahora todos habéis oído cómo blasfema este hombre. ¿Qué os parece
ahora que debemos hacer con este blasfemo que transgrede la ley?» Y
todos ellos respondieron al unísono: «Es reo de muerte; ¡que sea
crucificado!»
Jesús no manifestó interés alguno en
ninguna de las preguntas que le hicieron cuando estaba frente a Anás y
los sanedristas, excepto la pregunta referente a su misión
autootorgadora. Cuando se le preguntó si él era el Hijo de Dios,
instantánea e inequívocamente contestó afirmativamente.
Anás deseaba que el juicio prosiguiera, y
que se formularan cargos de naturaleza definida sobre la relación de
Jesús con la ley romana y las instituciones romanas para presentarlos
posteriormente ante Pilato. Los consejeros estaban ansiosos de llevar
este asunto a una rápida conclusión, no sólo porque era el día de
preparación antes de la Pascua y no se podía hacer trabajo secular
después del mediodía, sino también porque temían que Pilato retornara en
cualquier momento a la capital romana de Judea, Cesarea, puesto que
estaba en Jerusalén tan sólo para la celebración pascual.
Pero Anás no pudo controlar el tribunal.
Después de que Jesús contestara tan inesperadamente a Caifás, el sumo
sacerdote se adelantó y lo abofeteó en la cara con su mano. Anás estaba
verdaderamente escandalizado cuando otros miembros del tribunal, al
salir del aposento, le escupieron a Jesús la cara, y muchos de ellos lo
abofetearon burlonamente con la palma de la mano. Así pues, en increíble desorden y confusión, esta primera sesión del juicio sanedrista de Jesús finalizó a las cuatro y media de la mañana.
Treinta jueces falsos, cegados por los
prejuicios y la tradición, con sus falsos testigos, tienen la presunción
de sentarse en juicio del justo Creador de un universo. Estos
acusadores apasionados se exasperan por el silencio majestuoso y la
conducta soberbia de este Dios-Hombre. Es terrible soportar su silencio;
su habla es intrépidamente desafiante. No le conmueven las amenazas,
los asaltos no lo afectan. El hombre enjuicia a Dios, pero aun en ese
momento, él los ama y querría salvaros si pudiera.