Si Poncio Pilato no hubiese sido un gobernador
razonablemente bueno de las provincias menores, Tiberio no le habría
permitido que permaneciera como procurador de Judea durante diez años.
Aunque era un administrador más o menos bueno, era un cobarde moral. No
era hombre suficientemente grande como para comprender la naturaleza de
su tarea como gobernador de los judíos. No captaba el hecho de que estos
hebreos tenían una religión verdadera, una fe por la cual
estaban dispuestos a morir, y que millones y millones de ellos,
dispersados aquí y allá a lo largo y a lo ancho del imperio,
consideraban que Jerusalén era el templo de su fe y respetaban al
sanedrín por ser para ellos el más alto tribunal en la tierra.
Pilato no amaba a los judíos, y este odio
profundo se manifestó muy pronto. De todas las provincias romanas,
ninguna era más difícil de gobernar que Judea. Pilato nunca entendió
realmente los problemas administrativos de los judíos y por
consiguiente, muy pronto en su experiencia como gobernador, cometió una
serie de errores casi fatales y prácticamente suicidas. Fueron estos
errores los que dieron a los judíos mucho poder sobre él. Cuando querían
influir sobre sus decisiones, todo lo que tenían que hacer era amenazar
con una revuelta, y Pilato inmediatamente capitulaba. Esta aparente
vacilación, o falta de valor moral, del procurador se debía
principalmente al recuerdo de una serie de controversias que había
tenido con los judíos, que en cada caso ellos habían ganado. Los judíos
sabían que Pilato les tenía miedo, que temía por su posición ante
Tiberio, y emplearon este conocimiento para gran desventaja del
gobernador en numerosas ocasiones.
La desventaja de Pilato para con los judíos
se produjo como resultado de una serie de encuentros desafortunados. En
primer término, no supo tomar en serio el profundo prejuicio judío
contra todas las imágenes como símbolos de adoración de ídolos. Por
consiguiente, permitió que sus soldados entraran a Jerusalén sin quitar
las imágenes del César de sus banderas, tal como había sido práctica de
los soldados romanos bajo su predecesor. Una numerosa delegación de
judíos esperó a Pilato por cinco días, implorándole que quitara esas
imágenes de los estandartes militares. Se negó rotundamente a otorgar su
petición y les amenazó de muerte instantánea. Pilato, siendo un
escéptico, no comprendía que los hombres con fuertes sentimientos
religiosos no vacilarían en morir por sus convicciones religiosas; por
consiguiente, se anonadó cuando estos judíos se presentaron
desafiantemente ante su palacio, de cara al suelo, y enviaron el mensaje
de que estaban listos para morir. Pilato se dio entonces cuenta de que
había hecho una amenaza que no quería cumplir. Capituló, y ordenó que
las imágenes fueran quitadas de los estandartes de sus soldados en
Jerusalén, y desde ese momento en adelante se encontró en alto grado
sometido a los deseos de los líderes judíos, quienes habían descubierto
de esta manera su debilidad, al hacer él amenazas que temía ejecutar.
Pilato posteriormente decidió volver a
ganar su prestigio perdido y por lo tanto hizo colocar los escudos del
emperador, del tipo de los que se usaban comúnmente para adorar a César,
en los muros del palacio de Herodes en Jerusalén. Cuando los judíos
protestaron, él se mantuvo firme. Cuando se negó a escuchar sus
protestas, ellos apelaron prontamente a Roma, y el emperador con igual
prontitud ordenó que se quitaran los escudos ofensivos. De ahí en
adelante Pilato gozó de aun menos estima que antes.
Otra cosa que le granjeó la aversión de los
judíos fue que se atrevió a tomar dinero del tesoro del templo para
financiar la construcción de un nuevo acueducto que proveería mayor
abastecimiento de agua para los millones de visitantes a Jerusalén en
las épocas de las grandes fiestas religiosas. Los judíos sostenían que
sólo el sanedrín podía desembolsar fondos del templo, y nunca cesaron de
imprecar a Pilato por esta decisión presuntuosa. No menos de una
veintena de revueltas y mucho derramamiento de sangre resultaron de esta
decisión. La última de estas graves explosiones tuvo que ver con la
matanza de un numeroso grupo de galileos en el momento mismo en que
estaban adorando frente al altar.
Es significativo que, aunque este vacilante
potentado romano sacrificó la vida de Jesús a su temor de los judíos y
para salvaguardar su posición personal, fue finalmente depuesto como
resultado de una matanza innecesaria de samaritanos en relación con las pretensiones de un falso
Mesías que condujo a ciertas tropas al Monte Gerizim, en el que éste
decía que estaban enterradas las vasijas del templo; y se produjeron
violentas escaramuzas cuando no pudo revelar el lugar en el que se
habían escondido las vasijas sagradas, tal como lo había prometido. Como
resultado de este episodio, el legado de Siria ordenó que Pilato
volviese a Roma. Tiberio murió mientras Pilato estaba camino a Roma, y
no se le nombró de nuevo procurador de Judea. No se recobró nunca
plenamente de la condenación penosa de haber consentido a la crucifixión
de Jesús. Como no gozaba de ningún favor a los ojos del nuevo
emperador, se retiró a la provincia de Lausanne, donde posteriormente se
suicidó.
Claudia Prócula, la mujer de Pilato, mucho
había oído hablar de Jesús por boca de su criada, que era una fenicia
creyente en el evangelio del reino. Después de la muerte de Pilato,
Claudia fue prominentemente identificada con la difusión de la buena
nueva.
Todo esto explica mucho de lo que ocurrió
en esta trágica mañana del viernes. Es fácil comprender por qué los
judíos tenían la presunción de dictaminar a Pilato —de hacer que se
levantara a las seis de la mañana para enjuiciar a Jesús— y también por
qué no vacilaron en decirle que lo acusarían de traición ante el
emperador, si se atreviera a negarse a sus demandas de ejecutar a Jesús.
Un gobernador romano meritorio, que no se
hubiera granjeado una posición de desventaja frente a los dirigentes de
los judíos, jamás habría permitido que estos fanáticos religiosos
sedientos de sangre pusieran a muerte a un hombre a quien él mismo había
declarado inocente de los falsos cargos y sin faltas. Roma cometió un
grave error, un error de serias consecuencias en los asuntos terrenales,
al enviar a este Pilato, un administrador de segunda categoría, como
gobernador de Palestina. Tiberio debería haber enviado a los judíos el
mejor administrador provincial de su imperio.