Se corre gran peligro de interpretar erróneamente el significado de
numerosos dichos y muchos acontecimientos asociados con la terminación
de la carrera del Maestro en la carne. El tratamiento cruel de
Jesús a manos de ignorantes criados y soldados endurecidos, la forma
injusta en que se condujo su juicio, y la actitud fría de los profesos
líderes religiosos, no se deben confundir con el hecho de que Jesús, al
someterse pacientemente a este sufrimiento y humillación, estaba
verdaderamente haciendo la voluntad del Padre en el Paraíso. Era,
efectivamente y en verdad, voluntad del Padre que su Hijo bebiera hasta
el fondo de la copa de la experiencia mortal, desde el nacimiento hasta
la muerte, pero el Padre en el cielo nada tuvo que ver con la
instigación de la conducta bárbara de aquellos supuestamente civilizados
seres humanos que tan brutalmente torturaron al Maestro y tan
horriblemente acumularon indignidades sucesivas sobre su persona que no
ofrecía resistencia. Estas experiencias inhumanas y tremendas que Jesús
tuvo que soportar en las horas finales de su vida mortal no fueron en
ningún sentido parte de la voluntad divina del Padre, que su naturaleza
humana había jurado tan triunfalmente llevar a cabo en el momento de la
sumisión final del hombre a Dios, así como lo señaló en las tres
oraciones que oró en el jardín mientras sus agotados apóstoles dormían
el sueño del cansancio físico.
El Padre en el cielo deseaba que el Hijo autootorgador completara su carrera terrenal en forma natural,
así como todos los mortales deben terminar su vida en la tierra y en la
carne. Los hombres y mujeres comunes no pueden esperar dispensaciones
especiales que faciliten sus últimas horas en la tierra y el episodio de
su muerte. Por lo tanto, Jesús eligió dar su vida en la carne de la
manera que estaba de acuerdo con el proceso de los acontecimientos
naturales negándose en todo momento a liberarse de las garras crueles de
la malvada conspiración de los acontecimientos inhumanos que se
sucedieron con espantosa certeza hacia su humillación increíble y muerte
ignominiosa. Cada átomo de esta asombrosa manifestación de odio y de
esta demostración de crueldad sin precedentes fue obra de hombres
malvados y mortales malignos. No fue voluntad de Dios en el cielo,
tampoco fue dictada por los archienemigos de Jesús, aunque mucho
hicieron ellos para asegurarse de que los mortales malvados y
despreocupados rechazaran así al Hijo autootorgador. Hasta el padre del
pecado volvió la cara lejos del dolorosísimo horror del espectáculo de
la crucifixión.