«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

martes, 22 de abril de 2014

La hora de la humillación.

La ley judía requería que, en el asunto de decretar la pena de muerte, hubiera dos sesiones del tribunal. Esta segunda sesión se celebraba el siguiente día, y el tiempo intermedio lo pasaban los miembros de la corte ayunando y apesarándose. Pero estos hombres no podían esperar el día siguiente para confirmar su decisión de que Jesús debía morir. Esperaron tan sólo una hora. Mientras tanto, Jesús fue abandonado en la sala de audiencia, bajo la custodia de los guardias del templo, quienes, con los criados del sumo sacerdote, se divirtieron en acumular toda clase de indignidades contra el Hijo del Hombre. Se burlaron de él, lo escupieron, y se mofaron de él cruelmente. Lo golpeaban con un palo en la cara y luego decían: «Profetízanos, tú el Libertador, ¿quién fue el que te golpeó?» Así siguieron por una hora entera, envileciendo y maltratando a este hombre de Galilea que no ofrecía resistencia alguna.
     
Durante esta hora trágica de tribulaciones y juicios burlones a manos de guardianes y criados ignorantes y sin sentimientos, Juan Zebedeo aguardó en terror solitario en un cuarto adyacente. Cuando primero empezaron estos abusos, Jesús le indicó a Juan, con un gesto de la cabeza, que debía retirarse. El Maestro bien sabía que, si hubiera permitido que su apóstol permaneciera en el aposento presenciando estas indignidades, el resentimiento de Juan habría sido despertado de manera tal como para producir una explosión de indignación y protesta que probablemente le habría costado la vida.
      
Durante esta hora terrible, Jesús no habló una sola palabra. Para este alma humana compasiva y sensible, unida en una relación de personalidad con el Dios de todo este universo, no hubo experiencia más amarga, al beber él la copa de la humillación, que esta hora espantosa a merced de guardianes y criados ignorantes y crueles, que habían sido inducidos a abusar de él por el ejemplo de los miembros de este así llamado tribunal sanedrista.
      
El corazón humano no puede de manera alguna concebir el escalofrío de indignación que barrió un vasto universo, mientras las inteligencias celestiales presenciaban este espectáculo de su amado Soberano sometiéndose a la voluntad de estas criaturas ignorantes y desviadas, en la esfera de la infortunada Urantia, envuelta en las tinieblas del pecado.
     
¿Qué es esta tendencia animal en el hombre, que lo conduce a insultar y asaltar físicamente a lo que no puede ganar espiritualmente ni alcanzar intelectualmente? En el hombre civilizado a medias, aún se agazapa una malvada brutalidad que se abalanza contra los que son superiores en sabiduría y alcance espiritual. Así lo prueban la malvada brutalidad y la brutal ferocidad de estos hombres supuestamente civilizados, que derivaban cierta forma de placer animal de su ataque físico contra el Hijo del Hombre, quien no ofrecía resistencia alguna. Mientras caían sobre Jesús los insultos, golpes y bofetadas, él no se defendía, pero no estaba indefenso. Jesús no estaba derrotado, sino que no luchaba en el sentido material.
     
Éstos son los momentos de las mayores victorias del Maestro en su larga y pletórica carrera como hacedor, sostenedor y salvador de un vasto y extenso universo. Habiendo vivido hasta su plenitud una vida de revelación de Dios al hombre, Jesús está, en este momento, haciendo una revelación nueva y sin precedentes del hombre a Dios. Jesús está revelando ahora a los mundos el triunfo final sobre todos los temores del aislamiento de la personalidad de la criatura. El Hijo del Hombre finalmente ha realizado su identidad como Hijo de Dios. Jesús no titubea en afirmar que él y el Padre son uno; y sobre la base del hecho y verdad de esa experiencia suprema y excelsa, él exhorta a cada creyente en el reino que se vuelva uno con él aun como él y su Padre son uno. La experiencia viva de la religión de Jesús se vuelve así la técnica certera y segura mediante la cual los mortales de la tierra, espiritualmente aislados y cósmicamente solitarios, consiguen escapar al aislamiento de la personalidad, con todas sus consecuencias de temor y sentimientos asociados de desamparo. En las realidades fraternas del reino del cielo, los hijos de Dios por fe encuentran su liberación final del aislamiento del yo, tanto en el plano personal como en el plano planetario. El creyente conocedor de Dios experimenta cada vez más el éxtasis y la grandeza de la socialización espiritual a escala universal —la ciudadanía en lo alto en asociación con la realización eterna del destino divino en pos de la obtención de la perfección.