Anás, enriquecido por los ingresos del templo,
su yerno, en la posición de sumo sacerdote, y su relación con las
autoridades romanas, hacían de él, el individuo más poderoso de todos
los judíos. Él era intrigista y complotista, pero zalamero e ingenioso.
Deseaba dirigir el asunto de la disposición de Jesús; temía confiar una
empresa tan importante por completo a su brusco y agresivo yerno. Anás
quería asegurarse de que el juicio del Maestro estuviese en las manos de
los saduceos. Temía la posible simpatía de algunos de los fariseos,
puesto que prácticamente todos aquellos miembros del sanedrín que habían
abrazado la causa de Jesús, eran fariseos.
Anás no había visto a Jesús durante varios
años, desde el tiempo en que el Maestro lo visitó en su casa, y se fue
inmediatamente al observar su frialdad y reserva cuando lo recibió. Anás había pensado
aprovechar esta temprana relación para intentar persuadir a Jesús de que
repudiara sus declaraciones y se fuera de Palestina. No quería
participar en el asesinato de un buen hombre y había razonado que Jesús
tal vez elegiría dejar el país en vez de sufrir la muerte. Pero cuando
Anás se encontró frente al firme y decidido galileo, supo inmediatamente
que sería inútil hacer tales propuestas. Jesús estaba aún más
majestuoso y solemne de lo que Anás lo recordaba.
Cuando Jesús era joven, Anás se había
interesado grandemente por él, pero ahora sus ganancias se veían
amenazadas por lo que Jesús había hecho tan recientemente al echar a los
cambistas y a otros mercaderes del templo. Este acto despertó la
enemistad del ex sumo sacerdote mucho más que las enseñanzas de Jesús.
Anás entró en su espacioso aposento de
audiencias, se sentó en un amplio asiento, y mandó que trajeran a Jesús.
Después de observar al Maestro en silencio unos momentos, dijo: «Te das
cuenta que algo habrá que hacer con el asunto de tus enseñanzas porque
pones en peligro la paz y el orden de nuestro país». Al mirar Anás
interrogativamente a Jesús, el Maestro lo miró fijamente a los ojos pero
no respondió. Nuevamente habló Anás: «¿Cuáles son los nombres de tus
discípulos, además de Simón el Zelote, el agitador?» Nuevamente Jesús lo
miró pero no respondió.
Anás estaba considerablemente molesto
porque Jesús no contestaba a sus preguntas, tanto que le dijo: «¿Acaso
no te preocupa si te trata amigablemente a ti o no? ¿Acaso no tienes en
cuenta mi poder para decidir los asuntos de tu próximo juicio?» Cuando
Jesús oyó estas palabras, dijo: «Anás, tú sabes que no podrías tener
poder alguno sobre mí a menos que esto fuera permitido por mi Padre.
Algunos quieren destruir al Hijo del Hombre porque son ignorantes; no
saben de otra cosa, pero tú, amigo, sabes lo que estás haciendo. ¿Cómo
puedes tú, por lo tanto, rechazar la luz de Dios?»
El tono amistoso de Jesús al hablarle a
Anás lo dejó casi perplejo. Pero él ya había decidido que Jesús debía
irse de Palestina o morir; así pues, juntó coraje y preguntó: «¿Qué es
lo que tratas de enseñarle a la gente? ¿Qué dices tú que eres?» Jesús
contestó: «Tú bien sabes que yo he hablado abiertamente al mundo. Enseñé
en las sinagogas y muchas veces en el templo, donde todos los judíos y
muchos de los gentiles me han escuchado. En oculto, nada he hablado;
¿por qué, pues, me preguntas de mis enseñanzas? ¿Por qué no llamas a los
que me oyeron y les preguntas a ellos? He aquí que todo Jerusalén oyó
lo que yo dije, aunque tú mismo no hayas escuchado estas enseñanzas».
Pero antes de que Anás pudiera responder, el mayordomo jefe del palacio,
que estaba cerca, abofeteó a Jesús en la cara, diciendo: «¿Cómo te
atreves a contestar al sumo sacerdote con tales palabras?» Anás no habló
palabras de censura a este mayordomo, pero Jesús se dirigió a él,
diciendo: «Amigo mío, si he hablado mal, testifica en qué está el mal,
pero si yo he hablado la verdad, ¿por qué entonces me golpeas?»
Aunque Anás lamentaba que su mayordomo
hubiera abofeteado a Jesús, era demasiado orgulloso para hacer caso del
asunto. En su confusión se fue a otro cuarto, dejando a Jesús a solas
con los criados de la casa y los guardianes del templo por casi una
hora.
Cuando volvió, poniéndose al lado del
Maestro, dijo: «¿Es que afirmas que eres el Mesías, el liberador de
Israel?» Dijo Jesús: «Anás, tú me conoces desde los tiempos de mi
juventud. Sabes que nada afirmo excepto lo que mi Padre me ha encargado,
y que he sido enviado a todos los hombres, gentiles y judíos». Entonces
dijo Anás: «Me han dicho que tú afirmas que eres el Mesías; ¿es
verdad?» Jesús miró a Anás pero tan sólo contestó: «Así lo has dicho».
Aproximadamente en este momento llegaron
mensajeros del palacio de Caifás para preguntar a qué hora sería Jesús
llevado ante el tribunal del sanedrín, y puesto que faltaba poco para el
amanecer, Anás decidió que sería mejor enviar a Jesús, atado y
custodiado por los alguaciles del templo, a Caifás. Él los siguió un
poco más tarde.