Al acercarse la partida de guardias y
soldados a la entrada del palacio de Anás, Juan Zebedeo marchaba al lado
del capitán de los soldados romanos. Judas se había quedado rezagado, y
Simón Pedro los seguía a la distancia. Una vez que Juan hubo entrado en
el patio del palacio con Jesús y los guardianes, Judas se acercó al
portón pero, al ver a Jesús y a Juan, siguió camino en dirección a la
casa de Caifás, donde según él sabía se llevaría a cabo más tarde el
verdadero juicio del Maestro. Poco después de la partida de Judas, llegó
Simón Pedro, y como estaba de pie ante el portón, Juan lo vio en el
momento en que estaban por llevar a Jesús adentro del palacio. La
portera que estaba a cargo del portón conocía a Juan, y cuando éste le
habló, pidiendo que dejara entrar a Pedro, ella asintió con placer.
Pedro, al entrar al patio, se acercó a un
fuego de carbón para calentarse porque la noche estaba fría. Se sentía
completamente fuera de lugar aquí entre los enemigos de Jesús, y
efectivamente estaba fuera de lugar. El Maestro no le había pedido que
se quedara cerca tal como se lo había pedido a Juan. Pedro debería
haberse quedado con los demás apóstoles, a quienes les había sido
advertido que no pusieran en peligro su vida durante esta temporada de
juicio y crucifixión de su Maestro.
Pedro arrojó su espada poco antes de llegar
al portón del palacio de modo que entró desarmado al patio de Anás. Su
mente era un torbellino de confusión; apenas si podía darse cuenta de
que Jesús había sido arrestado. No conseguía captar la realidad de la
situación —que él estaba allí en el patio de Anás, calentándose junto a
los criados del sumo sacerdote. Se preguntaba qué estarían haciendo los
demás apóstoles y, al darle vuelta en la cabeza al hecho de que Juan
había sido admitido al palacio, concluyó que la razón era que él era
conocido de los criados, puesto que también le había pedido él a la
portera que dejase entrar a Pedro.
Poco después de que la portera dejara
entrar a Pedro, y mientras él estaba calentándose junto al fuego, ella
se le acercó y maliciosamente le dijo: «¿Acaso no eres tú también uno de
los discípulos de este hombre?» Ahora bien, Pedro no debería haberse
sorprendido de ser reconocido, ya que Juan le había pedido a la muchacha
que lo dejara entrar al palacio; pero estaba en tal estado de
nerviosísmo que esta identificación como discípulo lo desequilibró, y
con un solo pensamiento en su mente —la idea de escapar con vida—
prontamente respondió a la pregunta de la muchacha diciendo: «No lo
soy».
Poco después, otro criado se acercó a Pedro
y preguntó: «¿Acaso no te vi en el jardín cuando arrestaron a este
tipo? ¿Acaso no eres tú también uno de sus seguidores?» Ya a estas
alturas Pedro estaba totalmente alarmado; no veía cómo podría escapar
con vida de estos acusadores; por lo tanto, negó con vehemencia toda
conexión con Jesús, diciendo: «No conozco a este hombre, ni soy uno de
sus seguidores».
A eso de este momento la portera apartó a
Pedro a un lado y dijo: «Estoy segura de que eres un discípulo de este
Jesús, no sólo porque uno de sus seguidores me pidió que te dejara
entrar al patio sino que mi hermana también te ha visto en el templo con
este hombre. ¿Por qué lo niegas?» Cuando Pedro oyó la acusación de la
muchacha, negó todo conocimiento de Jesús con muchos insultos y juramentos, diciendo nuevamente: «No
soy seguidor de este hombre; ni siquiera lo conozco; nunca antes oí
hablar de él».
Pedro se alejó del fuego por un momento,
deambulando por el patio. Le hubiera gustado escaparse, pero temía
atraer la atención. Sintiendo frío, volvió junto al fuego, y uno de los
hombres de pie allí cerca dijo: «Con certeza tú eres uno de los
discípulos de este hombre. Este Jesús es un galileo, y tu hablar te
traiciona, pues hablas como un galileo». Y nuevamente Pedro negó toda
conexión con su Maestro.
Cuando Jesús y los guardias salieron del
portón del palacio, Pedro los siguió, pero sólo por una corta distancia.
No podía continuar. Se sentó a la orilla del camino y lloró
amargamente. Después de derramar estas lágrimas de agonía, volvió al
campamento con la esperanza de encontrar a su hermano Andrés. Al llegar
al campamento, tan sólo encontró a David Zebedeo, quien envió a un
mensajero a que lo llevara adonde se había refugiado su hermano en
Jerusalén.
Toda esta experiencia de Pedro ocurrió en
el patio del palacio de Anás en el monte Oliveto. No siguió a Jesús
hasta el palacio del sumo sacerdote Caifás. El hecho de que Pedro cayó
en la cuenta de que había negado repetidamente a su Maestro cuando cantó
el gallo, indica que todo esto ocurrió fuera de Jerusalén, puesto que
estaba contra la ley tener aves dentro de los límites de la ciudad.
Hasta el momento en que el canto del gallo
lo hizo volver en sí, Pedro tan sólo pensaba, al ir y venir por el patio
para entrar en calor, cuán sagazmente supo eludir las acusaciones de
los criados, y cómo había frustrado sus propósitos de identificarlo con
Jesús. Hasta ese momento, su único pensamiento fue que estos criados no
tenían derecho moral ni legal de interrogarlo, y se congratulaba en
verdad por la manera en la cual, según él, evitó ser identificado y
posiblemente sometido al arresto y a la prisión. No se le ocurrió a
Pedro que había negado a su Maestro, hasta el momento en que cantó el
gallo. No se dio cuenta Pedro que había traicionado sus privilegios de
embajador del reino, hasta el momento en que Jesús lo miró a la cara.
Habiendo dado los primeros pasos por el
camino del compromiso y de la menor resistencia, no parecía quedarle
nada a Pedro sino continuar con la conducta que había elegido. Hace
falta carácter magnánime y noble para retomar el camino recto después de
haber empezado mal. Muchas veces la mente tiende a justificar el seguir
por el camino del error después de entrar en él.
Pedro nunca creyó del todo que podría ser
perdonado hasta el momento en que volvió a encontrarse con su Maestro
después de la resurrección, y se percató de que fue recibido como antes
de las experiencias de esa trágica noche de negaciones.