«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

miércoles, 11 de enero de 2012

El año veinticinco (año 19 d. de J.C.)

Este año encontró a la familia de Nazaret en buena salud, con todos los niños habiendo terminado sus cursos de la escuela regular, a excepción de las labores que Marta debía hacer por Ruth.
      
Jesús era uno de los ejemplares más robustos y refinados de hombre que aparecieron en la tierra desde los días de Adán. Su desarrollo físico era extraordinario; su mente, activa, aguda, y penetrante —en comparación con la mentalidad promedio de sus contemporáneos, la de Jesús alcanzaba proporciones gigantescas— y su espíritu era por cierto humanamente divino.
      
Las finanzas de la familia se hallaban en las mejores condiciones desde la desaparición de los bienes de José. Se habían hecho los últimos pagos en el taller de reparaciones de las caravanas; no le debían nada a nadie y, por primera vez en años, contaban con algunos fondos. Por eso, y puesto que había llevado a sus otros hermanos a Jerusalén para que participaran en sus primeras ceremonias pascuales, Jesús decidió acompañar a Judá (que acababa de graduarse de la escuela de la sinagoga) en su primera visita al templo.
      
Fueron a Jerusalén y regresaron por la misma ruta, el valle del Jordán, pues Jesús temía tener algún problema si pasaba con su joven hermano por Samaria. Ya en Nazaret, Judá se había metido en pequeños líos varias veces por su carácter impulsivo, combinado con su intenso sentimiento patriótico.
      
Llegaron a Jerusalén a su debido tiempo y se habían encaminado hacia el templo, la mera vista del cual había emocionado y entusiasmado a Judá hasta lo más profundo de su alma, cuando se encontraron por casualidad con Lázaro de Betania. Mientras Jesús conversaba con Lázaro y hacía arreglos para celebrar la Pascua juntos, Judá se metió en un lío que les complicó la vida a todos ellos. Un centinela romano, de pie a pocos pasos de distancia, hizo algunos comentarios indecorosos sobre una muchacha judía que pasaba en ese momento. Judá se sonrojó de indignación y no vaciló en expresar su resentimiento sobre tal impropiedad directamente y al alcance de los oídos del soldado. Ahora bien, los legionarios romanos eran muy sensibles a todo lo que se aproximara a una falta de respeto por parte de los judíos; de manera que el centinela de inmediato arrestó a Judá. Fue demasiado esto para el joven patriota y antes de que Jesús pudiera prevenirle con una mirada de advertencia, ya había dado rienda suelta a una voluble denuncia de sentimientos antirromanos reprimidos, lo cual no hizo más que empeorar la situación. Judá, con Jesús a su lado, fue conducido al instante a la prisión militar.
      
Jesús trató de obtener, o bien una audiencia inmediata, o bien que pusieran en libertad a Judá a tiempo para la celebración pascual de esa noche, pero fracasó en su gestión. Puesto que el día siguiente había una «sagrada convocación» en Jerusalén, ni siquiera los romanos se atreverían a enjuiciar a un judío en ese día. En consecuencia, Judá permaneció confinado hasta la mañana del segundo día después de su arresto, y Jesús permaneció en la prisión con él. No estuvieron presentes en el templo para la consagración de los hijos de la ley y su ingreso en la plena ciudadanía de Israel. Judá no participó de esta ceremonia formal hasta varios años más tarde, cuando se encontraba en Jerusalén para la Pascua y en relación a su trabajo de propaganda en favor de los zelotes, la organización patriótica a la que pertenecía y en la cual era muy activo.
   
Durante la mañana que siguiera a su segundo día en la cárcel, Jesús compareció ante el magistrado militar en nombre de Judá. Jesús tan hábilmente supo excusar la extrema juventud de su hermano, explicando a la vez reposada y cuerdamente la naturaleza provocadora del episodio que había conducido al arresto de su hermano. Tan sabiamente manejó Jesús el caso, que el magistrado terminó por expresar la opinión de que acaso hubiera excusa que pudiera justificar el violento acceso de ira del joven judío. Después de advertir a Judá que no se permitiera otra vez ser culpable de semejantes arrebatos, le dijo a Jesús al despedirlos: «Haríais bien en vigilar al muchacho; es capaz de crearos grandes problemas a todos vosotros». El juez romano tuvo razón. Judá le causó grandes problemas a Jesús, y siempre el problema era de la misma naturaleza: choques con las autoridades civiles debido a sus imprudentes e impensados estallidos de patriotismo.
     
Jesús y Judá caminaron hasta Betania para pasar la noche; allí explicaron el motivo por el cual no habían podido participar en la cena pascual, y salieron para Nazaret al día siguiente. Jesús nada dijo a su familia sobre el arresto de su joven hermano en Jerusalén, pero unas tres semanas después de su regreso, tuvo una larga conversación con Judá sobre este asunto. Después de esta conversación con Jesús, Judá mismo relató el suceso a la familia. Jamás olvidó Judá la paciencia y el dominio de sí mismo que su hermano-padre puso de manifiesto durante esta difícil experiencia.

      
Fue ésta la última Pascua la que pasara Jesús con un miembro de su familia. Cada vez más el Hijo del Hombre se iría separando de una asociación estrecha con los de su propia sangre.

      
Este año sus temporadas de profunda meditación se veían interrumpidas a menudo por Ruth y sus compañeras de juego. Siempre estuvo Jesús presto a posponer la contemplación de su obra futura por el mundo y el universo para compartir la alegría infantil, la resplandeciente felicidad de estos pequeños, que nunca se cansaban de escuchar a Jesús relatar las experiencias de sus diversos viajes a Jerusalén. Mucho tambíen disfrutaban de sus historias sobre los animales y la naturaleza.
     
Los niños siempre eran bienvenidos en el taller de reparaciones. Jesús les ponía arena, bloques y piedras al costado del taller, y los niños acudían en bandadas y allí se entretenían. Cuando se cansaban de jugar, los más atrevidos espiaban las actividades en el taller, y si veían a Jesús desocupado, se metían al taller diciendo: «Tío Josué, sal y cuéntanos un cuento largo». Lo tomaban de la mano, arrastrándolo hasta su piedra favorita junto a la esquina del taller, y allí se sentaba él con los niños formando un semicírculo, sentados en el suelo frente a él. ¡Cuánto disfrutaban los pequeños de su tío Josué! Con él aprendían a reír, a reír de todo corazón. Era costumbre que uno o dos de los más pequeños se encaramaran sobre sus rodillas y allí se quedaran sentados, contemplando extasiados sus rasgos expresivos mientras les narraba cuentos. Los niños amaban a Jesús, y Jesús amaba a los niños.
     
Para sus amigos era difícil comprender la amplitud de la gama de sus actividades intelectuales, cómo él podía pasar en forma tan súbita y completa de la discusión profunda de temas políticos, filosóficos o religiosos a la total despreocupación de los alegres juegos infantiles de esos pequeños de cinco a diez años de edad. A medida que sus propios hermanos y hermanas crecían, a medida que él contaba con más tiempo libre, y antes de que llegaran los nietos, mucha atención les dedicaba a estos pequeños. Pero él no vivió en la tierra lo suficiente, para que pudiera disfrutar por mucho tiempo de los nietos.