«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

domingo, 2 de septiembre de 2012

La noche después de la consagración.

Esa noche al enseñar dentro de la casa, porque había comenzado a llover, Jesús habló largamente, tratando de mostrar a los doce cómo debían ser, no lo que debían hacer. Ellos tan sólo conocían una religión que imponía el obrar de cierta manera para alcanzar el estado de rectidud —la salvación. Pero Jesús reiteraba: «En el reino, debéis ser rectos para hacer el trabajo». Muchas veces repitió: « Sed perfectos, así como vuestro Padre en los cielos es perfecto». Todo el tiempo el Maestro explicaba a sus perplejos apóstoles que la salvación que había venido a traer al mundo se alcanzaba tan sólo creyendo, por medio de la fe simple y sincera. Decía Jesús: «Juan predicó un bautismo de arrepentimiento, de pena por la vieja manera de vivir. Vosotros debéis proclamar el bautismo del compañerismo con Dios. Predicad arrepentimiento a los que necesitan tales enseñanzas, pero a los que ya están buscando sinceramente entrar al reino, abrid las puertas de par en par e invitadlos a entrar en la jubilosa hermandad de los hijos de Dios». Pero era difícil tarea persuadir a estos pescadores galileos de que, en el reino, ser rectos, por medio de la fe, debía preceder al obrar rectamente en la vida diaria de los mortales en la tierra.
      
Otra gran dificultad en el trabajo de enseñar a los doce residía en su tendencia a tomar principios altamente idealistas y espirituales de verdad religiosa y transformarlos en reglas concretas de conducta personal. Jesús les presentaba el espíritu hermoso de la actitud del alma, pero ellos insistían en traducir estas enseñanzas en reglas de conducta personal. Muchas veces, cuando se esforzaban en recordar lo que el Maestro decía, solían casi de cierto olvidarse de lo que no decía. Pero poco a poco asimilaron sus enseñanzas porque Jesús era todo lo que enseñaba. Lo que no conseguían obtener de sus instrucciones verbales, paulatinamente lo adquirieron viviendo con él.
  
Los apóstoles no veían manifiesto que su Maestro estaba viviendo una vida de inspiración espiritual para todas las personas de todas las eras de todos los mundos de un extenso universo. A pesar de que Jesús les decía esto de vez en cuando, los apóstoles no alcanzaban a comprender la idea de que estaba haciendo una labor en este mundo pero para todos los otros mundos de su vasta creación. Jesús vivió su vida terrestre en Urantia, no para dar un ejemplo personal de vida mortal a los hombres y mujeres de este mundo, sino más bien para crear un ideal altamente espiritual e inspirador para todos los seres mortales de todos los mundos.
      
Esta misma noche Tomás le preguntó a Jesús: «Maestro, tú dices que debemos llegar a ser como niñitos antes de poder entrar al reino del Padre, y sin embargo nos has advertido que no nos dejemos engañar por falsos profetas ni que nos hagamos culpables de echar nuestras perlas delante de los cerdos. Pues, estoy sinceramente perplejo. No puedo comprender tus enseñanzas». Jesús le replicó a Tomás: «¿Cuánta paciencia habré de tenerte! Siempre insistes en entender literalmente todo lo que yo enseño. Cuando os pedí que lleguéis a ser como niñitos como precio para entrar al reino, no me refería a la facilidad de caer en el engaño, al mero afán de creer, ni tampoco al impulso de confiar en cautivantes extraños. Lo que deseaba que vosotros pudierais entender con esta figura era la relación entre hijo y padre. Tú eres el hijo, y es el reino de tu padre adonde quieres entrar. Está presente ese afecto natural entre todo niño normal y su padre que asegura una relación comprensiva y amante, y que precluye para siempre toda inclinación a regatear para obtener el amor y la misericordia del padre. Y el evangelio que vais a predicar tiene que ver con esta salvación que crece del descubrimiento por la fe de esta misma y eterna relación entre niño y padre».
     
La característica fundamental de las enseñanzas de Jesús consistía en la moralidad de su filosofía originada en la relación personal del individuo con Dios —esta misma relación niño-padre. Jesús hacía hincapié en el individuo, no en la raza ni en la nación. Mientras comían la cena, Jesús tuvo una conversación con Mateo en la que le explicó que la moralidad de cualquier acción está determinada por la motivación del individuo. La moralidad de Jesús siempre era positiva. La regla de oro tal como Jesús la rerradactó exige un activo contacto social; la antigua regla negativa podía ser obedecida en la soledad. Jesús liberó la moral de todas las reglas y ceremonias y la elevó a niveles majestuosos de pensamiento espiritual y de vida verdaderamente recta.
     
Esta nueva religión de Jesús no carecía completamente de implicaciones prácticas, pero todo valor práctico político, social o económico que se pueda hallar en sus enseñanzas es una consecuencia natural de esta experiencia interior del alma tal como manifiesta los frutos del espíritu en el espontáneo ministerio diario de una genuina experiencia religiosa personal.
      
Cuando Jesús y Mateo terminaron de conversar, Simón el Zelote preguntó: «Pero, Maestro, ¿son todos los hombres hijos de Dios?» Y Jesús contestó: «Sí, Simón, todos los hombres son hijos de Dios, y ésa es la buena nueva que vais a proclamar». Pero los apóstoles no conseguían comprender tal doctrina; era un pronunciamiento nuevo, extraño y sorprendente. Y fue debido a su deseo de inculcarles esta verdad debido al que Jesús enseñó a sus discípulos a tratar a todos los hombres como hermanos.
      
En respuesta a una pregunta de Andrés, el Maestro aclaró que la moralidad de su enseñanza era inseparable de la religión de su vivir. Enseñaba la moralidad, no fundándola en la naturaleza del hombre, sino en la relación del hombre con Dios.
     
Juan le preguntó a Jesús: «Maestro, ¿qué es el reino de los cielos?» Y Jesús respondió: «El reino del cielo consiste en estas tres cosas esenciales: primero, el reconocimiento del hecho de la soberanía de Dios; segundo, la creencia en la verdad de que sois hijos de Dios; y tercero, la fe en la eficacia del supremo deseo humano de hacer la voluntad de Dios —de ser como Dios. Y ésta es la buena nueva del evangelio: que mediante la fe, todo mortal puede obtener estas cosas esenciales para la salvación».
      
Ahora pues la semana de espera llegaba a su cierre, y ellos se preparaban para partir hacia Jerusalén al día siguiente.