«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

sábado, 24 de mayo de 2014

En camino al Gólgota.

Antes de salir del patio del pretorio, los soldados colocaron sobre los hombros de Jesús el travesaño. Era costumbre obligar al condenado a que llevara el travesaño hasta el sitio de la crucifixión. El condenado no llevaba toda la cruz, sino tan sólo esta viga más corta. Las piezas más largas y verticales de las tres cruces de madera ya se habían transportado al Gólgota y, cuando llegaron los soldados con sus prisioneros, ya estaban plantadas firmemente en la tierra.

De acuerdo con la costumbre, el capitán conducía la procesión, llevando pequeñas tablillas blancas en las que se había escrito con carbón el nombre de los criminales y la naturaleza de los crímenes por los cuales habían sido condenados. Para los dos ladrones, el centurión tenía leyendas con su nombre, y debajo del nombre había una sola palabra, «bandido». Era costumbre, después de clavar la víctima al travesaño e izarla hasta su lugar sobre la viga vertical, clavar esta leyenda en el extremo superior de la cruz, justo encima de la cabeza del criminal, para que todos los espectadores pudieran enterarse por cuál crimen se crucificaba al condenado. La leyenda que llevaba el centurión para colocar en la cruz de Jesús había sido escrita por Pilato mismo en latín, griego y aramaico, y decía: «Jesús de Nazaret —rey de los judíos».

Algunas de las autoridades judías que aún estaban presentes cuando Pilato escribió esta leyenda protestaron vigorosamente, porque no querían que se llamara a Jesús «rey de los judíos». Pero Pilato les recordó que esa acusación era parte de los cargos que llevaron a su condena. Cuando los judíos vieron que no podían convencer a Pilato de que cambiara de idea, le rogaron que por lo menos modificara la leyenda como sigue: «Él dijo: ‘yo soy el rey de los judíos'». Pero Pilato se mantuvo firme; no quiso modificar su leyenda. Ante todas las súplicas él tan sólo contestó: «Lo que he escrito, he escrito».

Generalmente era costumbre viajar al Gólgota por el camino más largo, para que mayor número de personas pudieran ver al condenado, pero este día fueron por el camino más directo, saliendo por la puerta de Damasco, que se abría al norte de la ciudad, y siguiendo este camino, pronto llegaron al Gólgota, el sitio oficial de Jerusalén para las crucifixiones. Más allá del Gólgota estaban las villas de los pudientes, y del otro lado de la carretera estaban las tumbas de muchos judíos ricos.

La crucifixión no era un tipo de condena de los judíos. Tanto los griegos como los romanos habían aprendido este método de ejecución de los fenicios. Aun Herodes, a pesar de su gran crueldad, no llegó nunca a practicar la crucifixión. Los romanos nunca crucificaron a un ciudadano romano; este tipo deshonorable de muerte se usaba tan sólo para los esclavos y los pueblos súbditos. Durante el sitio de Jerusalén, tan sólo cuarenta años después de la crucifixión de Jesús, el Gólgota entero se cubrió de miles y miles de cruces sobre las que, día tras día, pereció la flor de la raza judía. En verdad una cosecha trágica, de lo que se sembrara en ese día.

A medida que pasaba la procesión de muerte por las angostas calles de Jerusalén, muchas judías de corazón tierno que habían oído las palabras de buen ánimo y compasión de Jesús, y que conocían su vida de ministerio amante, no pudieron contener el llanto al verlo conducido a una muerte tan innoble. A su paso pues, muchas de estas mujeres lloraban y se lamentaban. Cuando algunas de ellas se atrevieron a caminar a su lado, el Maestro volvió hacia ellas la cabeza y dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino más bien por vosotras y por vuestros hijos. Mi obra está casi terminada —pronto iré a mi Padre— pero los tiempos de tribulaciones tremendas recién empiezan para Jerusalén. He aquí que vendrán días en que diréis: Bienaventuradas las estériles y las de pechos que no amamantaron jamás a sus pequeños. En aquellos días, imploraréis que caigan sobre vosotras las rocas de las colinas para libraros de los terrores de vuestras tribulaciones».

Estas mujeres de Jerusalén en verdad eran valientes al manifestar compasión por Jesús, porque estaba estrictamente prohibido por la ley mostrar sentimientos caritativos por el que iba hacia su crucifixión. Se permitía que el gentío se lo mofara al condenado, se burlara de él o lo ridiculizara, pero no se permitía que se expresara compasión alguna. Aunque Jesús apreciaba estas manifestaciones de compasión en esta hora oscura en la que sus amigos estaban escondidos, no quería que estas mujeres de buen corazón incitaran la ira de las autoridades por atreverse a mostrar misericordia por él. Aun en ese momento, Jesús poco pensaba en sí mismo, sino que pensaba en los días terribles de tragedia que caerían sobre Jerusalén y sobre toda la nación judía.

Mientras el Maestro trastabillaba camino de la crucifixión, estaba muy cansado; estaba casi exhausto. No había comido ni bebido desde la última cena en la casa de Elías Marcos. Tampoco le habían permitido que disfrutara de un momento de reposo. Además, hubo de soportar un interrogatorio tras otro hasta la hora de su condena, sin mencionar los azotes abusivos, el sufrimiento físico y la pérdida de sangre. Además de todo esto, estaba su extremada angustia mental, su aguda tensión espiritual, y un sentimiento terrible de soledad humana.


Poco después de pasar por la puerta de salida de la ciudad, al tropezar Jesús bajo el travesaño, la fuerza física le abandonó por un momento, y cayó bajo el peso de su enorme carga. Los soldados le gritaron y patearon, pero él no podía levantarse. Cuando el capitán vio esto, sabiendo todo lo que Jesús ya había soportado, mandó a sus soldados que desistiesen. Luego ordenó a uno que pasaba, un tal Simón de Cirene, que tomara el travesaño de los hombros de Jesús y lo obligó a llevarlo por el resto del camino hasta el Gólgota.

Este Simón había venido de Cirene, en el norte de África, para asistir a la Pascua. Paraba con otros cirineos en las afueras de los muros de la ciudad e iba camino del templo para asistir a los oficios cuando el capitán romano le mandó que llevara el travensaño de Jesús. Simón permaneció allí todas las horas que tardó el Maestro en morir en la cruz, hablando con muchos de sus amigos y con sus enemigos. Después de la resurrección y antes de irse de Jerusalén, él se convirtió valientemente al evangelio del reino, y cuando volvió a su hogar, condujo a toda su familia al reino celestial. Sus dos hijos, Alejandro y Rufo, fueron maestros muy eficaces del nuevo evangelio en África. Pero Simón nunca supo que Jesús, cuya carga él llevó, y el tutor judío que cierta vez había consolado a su hijo lesionado, eran la misma persona.

Fue poco después de las nueve cuando esta procesión de muerte llegó al Gólgota, y los soldados romanos se ocuparon de la tarea de clavar a los dos bandidos y al Hijo del Hombre en sus respectivas cruces.