«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

viernes, 19 de octubre de 2012

La mujer de Sicar.

Cuando el Maestro y los doce llegaron al pozo de Jacob, Jesús, como estaba cansado del viaje, se detuvo junto al pozo mientras Felipe se llevaba a los apóstoles para traer la comida y las tiendas desde Sicar, ya que estaban dispuestos a permanecer en este sitio por un tiempo. Pedro y los hijos de Zebedeo se hubieran quedado con Jesús, pero él les pidió que se fueran con sus hermanos diciendo: «No temáis por mí, los samaritanos serán cordiales; sólo nuestros hermanos, los judíos, quieren hacernos daño». Eran casi las seis de esta tarde de verano cuando Jesús se sentó junto al pozo para esperar el regreso de los apóstoles.
      
El agua del pozo de Jacob contenía menos minerales que el de los pozos de Sicar y por eso era muy apreciada como agua potable. Jesús tenía sed, pero no tenía ningún artefacto para sacar agua del pozo. Por eso, cuando llegó una mujer de Sicar con su cántaro para sacar agua del pozo, Jesús le dijo: «Dame de beber». Esta mujer de Samaria sabía que Jesús era judío por su apariencia y vestimenta y supuso que era un judío de Galilea por su acento. El nombre de la mujer era Nalda, y era ella una bella criatura. Mucho se sorprendió de que un hombre judío le hablara así junto al pozo y le pidiera de beber, porque no se consideraba apropiado en aquellos días que un hombre respetable hablara con una mujer en público y mucho menos que un judío conversara con una samaritana. Por eso Nalda le preguntó a Jesús: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» Jesús contestó: «En verdad te he pedido de beber, pero si tú pudieras comprender, me pedirías a mí que te diera de beber el agua viva». Entonces dijo Nalda: «Pero Señor, no tienes con qué sacarla, el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob que nos dio el pozo y del cual bebió y bebieron sus hijos y sus ganados?» 

      
Jesús respondió: «Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua del espíritu vivo no volverá a tener sed nunca más. Y esta agua viva se convertirá en él en un manantial refrescante que brotará para la vida eterna». Nalda dijo entonces: «Dame de esa agua para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla. Además, todo lo que una mujer samaritana pueda recibir de un judío tan digno será un placer».
      
Nalda no sabía cómo interpretar el hecho de que Jesús le había dirigido la palabra. Contemplaba en el rostro del Maestro la expresión de un hombre justo y santo, pero interpretó su cordialidad como familiaridad, y su metáfora, como un avance con intenciones lascivas. Siendo ella una mujer de poca moral, estaba dispuesta a flirtear abiertamente, pero Jesús, mirándola fijamente a los ojos, díjole con voz autoritaria: «Vete mujer, llama a tu marido y vuelve acá». Esta orden devolvió a Nalda sus cabales. Vio que había juzgado erróneamente la gentileza del Maestro, percibió que había interpretado mal sus palabras. Se asustó. Se dio cuenta de que estaba en la presencia de un ser especial, y buscando en su mente una respuesta apropiada, en gran confusión dijo: «Pero Señor, no puedo llamar a mi marido, porque no tengo marido». Entonces dijo Jesús: «Has hablado la verdad porque, aunque una vez tuviste marido, el con que ahora vives no es marido tuyo. Mejor sería que dejaras de jugar con mis palabras y buscaras el agua viva que te he ofrecido en este día».
      
Ahora Nalda se puso seria, y se despertó su buen sentido moral. No era una mujer ligera sólo por elección. Había sido repudiada dura e injustamente por su marido y encontrándose en una situación desesperada, había consentido en cohabitar con cierto griego como su esposa, pero sin casarse. En ese instante pues, Nalda mucho se avergonzó de haber hablado a Jesús con tanta ligereza, y se dirigió al Maestro con tono penitente, diciendo: «Señor mío, me arrepiento de la forma en que te hablé, porque percibo que eres un hombre santo o tal vez un profeta». Y estaba a punto de solicitar una ayuda directa y personal del Maestro, cuando hizo lo que tantos han hecho antes y después de ella —evitar la cuestión de la salvación personal, embarcándose en cambio en una discusión de teología y filosofía. Cambió el tema de conversación, de sus propias necesidades espirituales a un debate teológico. Señalando el Monte Gerizim, continuó: «Nuestros padres adoraron en este monte, pero decidirás que el lugar donde los hombres deben adorar está en Jerusalén; ¿cuál es pues el lugar apropriado para adorar a Dios?»
      
Jesús percibió que el alma de esta mujer intentaba evitar un contacto directo e investigador con su Hacedor, pero también vio en su alma el deseo de conocer el mejor camino de la vida. Después de todo, había en el corazón de Nalda una verdadera sed de agua viva; por eso la trató con paciencia, diciéndole: «Mujer, déjame que te diga que pronto vendrá el día en el cual no adoraréis al Padre ni en este monte ni en Jerusalén. Pero ahora, vosotros adoráis lo que no conocéis, una mezcla de religiones de muchos dioses paganos y filosofías gentiles. Los judíos por lo menos conocen a quien adoran. Han eliminado toda confusión concentrando su adoración en un solo Dios, Yahvé. Pero debes creerme cuando te digo que la hora está por venir —ya está aquí— en que todos los que adoren sinceramente, adorarán al Padre en el espíritu y en la verdad, porque estos son los creyentes que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que lo adoran, deben adorarlo en espíritu y en verdad. Tu salvación nace, no de conocer cómo deberían adorar otros, o dónde, sino de recibir en tu corazón esa agua viva que aun en este momento te ofrezco».
      
Pero Nalda persistía en evitar la difícil cuestión personal de su vida sobre la tierra y del estado de su alma ante Dios. Una vez más, recurrió a preguntas de religión en general, diciendo: «Sí, yo sé, Señor, que Juan ha predicado sobre el advenimiento del Convertidor, el que será llamado el Libertador, de el que, cuando venga, nos declarará todas las cosas...» y Jesús, interrumpiéndola, dijo con sorprendente seguridad: «Yo que te estoy hablando, soy él».
      
Fue ésta la primera declaración directa, positiva y clara de su naturaleza divina y filiación que hiciera Jesús sobre la tierra; y esta declaración fue hecha a una mujer, a una mujer samaritana, a una mujer de reputación dudosa ante los ojos de los hombres hasta este momento, pero una mujer en quien los ojos divinos vieron a una persona contra cuya integridad habían otros pecado más de lo que ella hubiera pecado por su propio deseo, un alma humana que ahora deseaba la salvación, la deseaba sinceramente y de todo corazón, y eso bastó.
     
Cuando Nalda estaba a punto de pronunciar su deseo real y personal de cosas mejores y de un camino más noble del vivir, en el momento en que estaba lista para hablar del verdadero deseo de su corazón, volvieron de Sicar los doce apóstoles, y al contemplar el espectáculo de Jesús que estaba hablando tan íntimamente con esta mujer —esta mujer samaritana, y a solas— se quedaron más que sorprendidos. Rápidamente depositaron sus abastecimientos y se retiraron a un lado, atreviéndose nadie a reprocharle, mientras Jesús decía a Nalda: «Mujer, vete por tu camino; Dios te ha perdonado. De ahora en adelante, vivirás una nueva vida. Has recibido el agua viva, y un nuevo regocijo surgirá dentro de tu alma y serás tú hija del Altísimo». Y la mujer, percibiendo la desaprobación de los apóstoles, dejó su cántaro y huyó a la ciudad.
      
Al llegar a la ciudad, proclamó a todos los que encontraba: «Id al pozo de Jacob, id inmediatamente para que veáis a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Convertidor?» Antes de que se pusiera el sol, se había reunido una gran multitud junto al pozo de Jacob para escuchar a Jesús, y el Maestro les habló sobre el agua viva, el don del espíritu residente.
      
Los apóstoles no dejaban de asombrarse de la buena voluntad de Jesús de hablar con mujeres, mujeres de reputación dudosa, aun mujeres inmorales. Era muy difícil para Jesús enseñar a sus apóstoles que las mujeres, aun las así llamadas mujeres inmorales, tienen un alma capaz de elegir a Dios como su Padre, y así convertirse en hijas de Dios y candidatas para la vida eterna. Aun después de diecinueve siglos, muchos tienen la misma falta de deseo a comprender las enseñanzas del Maestro. Hasta la religión cristiana se ha construido persistentemente sobre el hecho de la muerte de Cristo en lugar de la verdad de su vida. El mundo debería ocuparse más de su vida feliz y reveladora de Dios que de su trágica y triste muerte.
      
Al día siguiente, Nalda relató toda la historia al apóstol Juan, pero él nunca la divulgó completamente a los demás apóstoles, y Jesús no les habló en detalle a los doce.
       
Nalda le dijo a Juan que Jesús le había dicho «todo lo que he hecho». Juan muchas veces quiso consultar a Jesús sobre este encuentro con Nalda, pero nunca lo hizo. Jesús le dijo a Nalda una sola cosa sobre la vida de ella, pero al mirarla fijamente y su forma de hablarle le trajeron a la mente tal visión panorámica de su vida, que desde ese momento asoció esta autorrevelación con la mirada y la palabra del Maestro. Jesús no le dijo que ella había tenido cinco maridos. Ella había vivido con cuatro hombres distintos desde que su marido la repudió, y este hecho, juntamente con la visión de todo su pasado, se le presentó tan vívidamente a la memoria en el momento en que se dio cuenta de que Jesús era un hombre de Dios, que posteriormente le repitió a Juan que Jesús efectivamente se lo había dicho todo.