Al anochecer se reunió alrededor de Jesús y de
los dos apóstoles un grupo considerable de gente para hacer preguntas,
muchas de las cuales respondieron los apóstoles, mientras que el Maestro
respondió a las otras. En el curso de la noche, cierto abogado, que
trataba de enredar a Jesús en una disputa comprometedora, dijo:
«Instructor, me gustaría preguntarte ¿qué precisamente debo hacer para
heredar la vida eterna?» Jesús contestó: «¿Qué es lo que está escrito en
la ley y los profetas; cómo lees tú las Escrituras?» El abogado,
conociendo las enseñanzas tanto de Jesús como de los fariseos,
respondió: «Amar al Señor Dios con todo el corazón, el alma, la mente y
la fuerza, y al prójimo como a uno mismo.» Entonces dijo Jesús: «Has
contestado bien; esto, si realmente lo haces, te llevará a la vida
eterna».
Pero el abogado no se mostraba
completamente sincero al hacer esta pregunta, y deseando justificarse y
al mismo tiempo poner a Jesús en una situación incómoda, se atrevió a
hacer otra pregunta. Acercándose un poco más al Maestro, dijo: «Pero,
Instructor, me gustaría que tú me dijeras, ¿quién es precisamente mi
prójimo?» El abogado hizo esta pregunta con la esperanza de hacer caer a
Jesús en una trampa, una declaración que fuera en contravención de la
ley judía que definía que al prójimo como «los hijos del pueblo de uno».
Los judíos consideraban que todos los demás eran «perros gentiles».
Este abogado tenía cierta familiaridad con las enseñanzas de Jesús y por
consiguiente bien sabía que el Maestro pensaba en forma diferente; así
pues, esperaba llevarlo a declarar algo que se pudiera interpretar como
un ataque contra la ley sagrada.
Pero Jesús discernió la motivación del
abogado, y en vez de caer en la trampa, relató a sus oyentes una
historia que podía ser plenamente apreciada por cualquier público en
Jericó. Dijo Jesús: «Un cierto hombre venía a Jericó desde Jerusalén, y
cayó en manos de crueles bandidos, los cuales lo despojaron, lo robaron,
le hirieron, y se fueron dejándole medio muerto. Muy poco después,
aconteció que por casualidad venía un sacerdote por aquel camino y
viendo al hombre herido y sufriente, pasó de largo. Asimismo un levita
también, habiendo llegado cerca de aquel lugar y viendo al hombre, pasó
de largo. Y luego un samaritano, que viajaba a Jericó, llegó junto al
hombre herido; y cuando vio cómo le habían robado y cómo lo habían
golpeado, se llenó de compasión su corazón y acercándose al
desafortunado, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino, y,
habiéndolo montado en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él.
Al otro día al partir, sacó unos denarios y, dándoselos al mesonero,
dijo: `cuida bien de mi amigo, y si lo que gastas es más, cuando yo
regrese te lo pagaré'. Ahora, yo te pregunto: ¿Quién de estos tres era
en tu opinión el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?» Cuando
el abogado se percató de que había caído en su propia trampa respondió:
«El que fue misericordioso para con él». Y Jesús dijo: «Ve pues y haz tú
lo mismo».
El abogado dijo, «el que fue misericordioso
para con él», para no pronunciar la palabra odiada: samaritano. El
abogado se vio forzado a dar la respuesta que Jesús quería a la pregunta
«¿quién es mi prójimo?», y que, si la hubiese contestado Jesús, habría
corrido el peligro de que le acusaran de herejía. Jesús no sólo
confundió a ese abogado deshonesto, sino que relató a sus oyentes una
historia que era, al mismo tiempo, una bella admonición para todos sus
seguidores y un reproche agudo para todos los judíos por su actitud
hacia los samaritanos. Y esta historia continúa promoviendo el amor
fraternal entre todos los que posteriormente han creído en el evangelio
de Jesús.