«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

sábado, 17 de noviembre de 2012

El evangelio en Irón.

En Irón, al igual que en muchas otras de las ciudades aun más pequeñas de Galilea y Judea, había una sinagoga, y durante los primeros tiempos del ministerio de Jesús era su costumbre hablar en estas sinagogas los sábados. A veces, hablaba durante el oficio matutino, mientras que Pedro u otro de los apóstoles predicaba por la tarde. Jesús y los apóstoles también predicaban y enseñaban frecuentemente en las asambleas vespertinas de la sinagoga durante los días de semana. Aunque el antagonismo de los líderes religiosos de Jerusalén contra Jesús había crecido, no ejercían éstos control directo sobre las sinagogas fuera de Jerusalén. Sólo mucho más tarde en el ministerio público de Jesús consiguieron ellos crear tan extenso sentimiento en contra de él, que prácticamente todas las sinagogas cerraron sus puertas a sus enseñanzas. Pero en este momento todas las sinagogas de Galilea y Judea estaban abiertas a él.
     
Irón era un centro minero importante para ese entonces y puesto que Jesús no había compartido jamás la vida de un minero, pasó la mayor parte de su estadía en Irón, en las minas. Mientras los apóstoles visitaban los hogares y predicaban en los lugares públicos, Jesús trabajó en las minas con estos obreros subterráneos. La fama de Jesús como curador se había divulgado hasta esta remota aldea, y muchos enfermos y afligidos buscaron la ayuda de sus manos, y muchos se beneficiaron por su ministerio curador. Pero el Maestro no hizo allí los llamados milagros, en ninguno de estos casos, excepto en el del leproso.
      
Al finalizar la tarde del tercer día en Irón, camino de regreso de las minas, pasó Jesús por casualidad por una angosta calle lateral en dirección a su hospedaje. Se acercaba a la escuálida choza de cierto leproso, cuando éste, conociendo la fama sanadora de Jesús, se atrevió a acercársele cuando pasaba por su puerta diciendo mientras se arrodillaba ante él: «Señor, si tan sólo quisieras, podrías hacerme limpio. Escuché el mensaje de tus instructores y querría entrar al reino si pudieras hacerme limpio». Así habló el leproso, porque entre los judíos, los leprosos no podían concurrir a la sinagoga ni participar de otra manera en la adoración pública. Este hombre creía realmente que no se le aceptaría en el reino venidero a menos que curara su lepra. Y cuando Jesús vio su aflicción y oyó sus palabras de fe perseverante, se conmovió su corazón humano, y la mente divina se llenó de compasión. Mientras Jesús lo contemplaba, el hombre cayó de bruces y adoró. Entonces tendió el Maestro la mano y, tocándolo, dijo: «Lo quiero —quedas limpio». Y el enfermo sanó de inmediato; la lepra no más le afligía.
     
Jesús lo ayudó a incorporarse, luego le advirtió: «No hables con nadie de esta curación más bien vete y ocúpate tranquilamente de atender tus asuntos, preséntate ante el sacerdote y ofrece los sacrificios mandados por Moisés en testimonio de tu limpieza». Pero este hombre no cumplió con las instrucciones de Jesús. Corrió en cambio por las calles de la aldea proclamando que Jesús le había curado la lepra, y puesto que todos lo conocían, pudieron ver claramente que estaba limpio de su enfermedad. No fue adonde los sacerdotes como Jesús le había exhortado. Tanto se corrió la voz de esta nueva curación por el relato de este hombre, que el Maestro estuvo tan asediado por los enfermos que se vio forzado a levantarse temprano la mañana siguiente y partir de la aldea. Aunque no volvió Jesús a esa ciudad, permaneció en las afueras por dos días, cerca de las minas, enseñando el evangelio del reino a los mineros creyentes.
     
Esta limpieza del leproso fue el primero de los así llamados milagros que Jesús hubiera realizado intencional y deliberadamente hasta ese momento. Era un caso auténtico de lepra.
     
Desde Irón fueron a Giscala pasando allí dos días en la proclamación del evangelio y luego pasaron a Corazín donde estuvieron casi una semana predicando la buena nueva; pero no consiguieron ganar muchos creyentes para el reino en Corazín. Nunca había tropezado Jesús, con un rechazo tan general de su mensaje en el curso de sus enseñanzas. La estadía en Corazín fue muy deprimente para la mayoría de los apóstoles, y Andrés y Abner tuvieron dificultades para conseguir que sus asociados no perdieran la valentía. Así pues, pasando silenciosamente por Capernaum, fueron a la aldea de Madón, donde no tuvieron mucho más éxito. Prevalecía en la mente de la mayoría de apóstoles la idea de que no habían logrado éxito en estas ciudades recientemente visitadas porque Jesús insistía que, en sus enseñanzas y predicaciones, no debían referirse a él como curador de enfermos. ¡Cómo deseaban que limpiara a otro leproso o manifestara de alguna otra manera su poder, para atraer la atención de la gente! Pero el Maestro se mantuvo impertérrito ante sus ruegos sinceros.