«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

domingo, 18 de noviembre de 2012

Naín el hijo de la viuda.

Esta gente creía en los signos; era una generación buscadora de milagros. Ya por esta época el pueblo de la Galilea central y meridional asociaba a Jesús y su ministerio personal con actuaciones milagrosas. Cientos y cientos de personas honestas que sufrían de desórdenes puramente nerviosos y estaban afligidas por trastornos emocionales acudían ante Jesús y luego volvían a su casa, anunciando a sus amigos que Jesús los había curado. Y estos casos de curación mental eran considerados por estos seres, de mente simple, como curaciones físicas, curas milagrosas.
      
Cuando Jesús se alejó de Caná en dirección a Naín, lo siguió una gran multitud de creyentes y curiosos. Estaban decididos a presenciar milagros y maravillas, y no estaban dispuestos a ser desilusionados. Al acercarse Jesús y sus apóstoles a las puertas de la ciudad, se toparon con una procesión fúnebre que se dirigía al cementerio cercano, y que llevaba al hijo único de una madre viuda de Naín. Esta mujer era muy respetada, y la mitad de la gente de la aldea seguía la procesión fúnebre de este muchacho supuestamente muerto. Cuando la procesión fúnebre llegó adonde Jesús y sus seguidores, la viuda y sus amigos reconocieron al Maestro y le suplicaron que volviera el hijo a la vida. A tal punto había llegado su expectativa de milagros que creían que Jesús podía curar cualquier enfermedad humana y, ¿por qué no podría semejante sanador levantar a los muertos? Así pues importunado, Jesús se adelantó y, levantando la tapa del ataúd, examinó al muchacho. Descubrió así que el joven no estaba verdaderamente muerto, y percibió la tragedia que su presencia podía evitar. Por eso se dirigió a la madre, y le dijo: «No llores. Tu hijo no está muerto. Está dormido, volverá a tus brazos». Y tomando al joven de la mano le dijo: «Despiértate y levántate». Y el joven supuestamente muerto se levantó y comenzó a hablar, y Jesús los envió de vuelta a sus hogares.

      
En vano intentó Jesús sosegar a la multitud, en vano intentó explicarles que el muchacho no estaba muerto, que él no le había devuelto la vida; no hubo caso. La multitud que le seguía, y toda la aldea de Naín, había llegado al máximo nivel de frenesí emocional. Muchos estaban dominados por el temor, otros por el pánico, mientras otros caían de rodillas para rezar y llorar por sus pecados. Fue imposible dispersar a la clamorosa multitud hasta mucho después de la caída de la noche. Naturalmente, a pesar de que Jesús les había dicho que el muchacho no estaba muerto, todos insistían que se había producido un milagro, que aun había levantado a un muerto. Aunque Jesús les dijo que el muchacho había caído simplemente en un sueño profundo, explicaron que esa era la forma de expresarse de Jesús y llamaron la atención sobre el hecho de que él siempre trataba de ocultar sus milagros con gran modestia.
       
Así pues, se corrió la nueva por toda Galilea y Judea de que Jesús había rescatado de la muerte al hijo de la viuda, y muchos de los que oyeron este relato, creyeron que era verídico. Jesús jamás pudo convencer plenamente ni siquiera a sus apóstoles de que el hijo de la viuda no estaba realmente muerto cuando le ordenó que se despertara y se levantara. Pero sí los impresionó bastante para tener por efecto de que no incluyeron este episodio en las narraciones subsiguientes, excepto Lucas, que narró este episodio tal como le fuera relatado. Otra vez fue tan asediado Jesús por sus virtudes médicas que partió al día siguiente temprano camino a Endor.