«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

viernes, 23 de noviembre de 2012

En el estanque de Betesda.

Durante la tarde del segundo sábado en Jerusalén, mientras el Maestro y los apóstoles estaban a punto de participar en los servicios del templo, Juan le dijo a Jesús: «Ven conmigo, quiero mostrarte algo». Juan condujo a Jesús, saliendo por una de las puertas de Jerusalén, hasta un estanque de agua llamado Betesda. Alrededor de este estanque había una estructura de cinco pórticos bajo la cual se encontraba un grupo grande de enfermos, en busca de curación. Había allí un manantial caliente, cuyas aguas rojizas burbujeaban a intervalos irregulares debido a las acumulaciones de gases en las cavernas rocosas debajo del estanque. Se creía que este fenómeno periódico de las aguas calientes se debía a una influencia sobrenatural, y era creencia popular que el primero que entrara al agua después del burbujeo se sanaría de su enfermedad.
     
Los apóstoles estaban un tanto inquietos por las restricciones impuestas por Jesús, y Juan, el más joven de los doce, encontraba particularmente difícil aceptar estas restricciones. Había traído a Jesús al estanque pensando que el espectáculo de los afligidos allí reunidos tanto conmovería la compasión del Maestro que lo llevaría a efectuar un milagro de curación, asombrando así a todo Jerusalén que de este modo terminaría por creer en el evangelio del reino. Dijo Juan a Jesús: «Maestro, mira a todos estos seres que sufren; ¿es que no hay nada que podamos hacer por ellos?» Y Jesús replicó: «Juan, ¿por qué me tientas a que me desvíe del camino que he elegido? ¿Por qué quieres reemplazar la proclamación del evangelio de la verdad eterna por las obras milagrosas y la curación de los enfermos? Hijo mío, no puedo hacer lo que deseas, pero, reúne a estos enfermos y afligidos para que les diga algunas palabras de aliento y consuelo eterno».
     
Al hablar a los allí reunidos, Jesús dijo: «Muchos entre vosotros estáis aquí, enfermos y afligidos, por vuestros muchos años de mal vivir. Algunos entre vosotros sufrís de los accidentes del tiempo, otros, por los errores de vuestros antepasados, y otros aun lucháis con las dificultades que se derivan de las condiciones imperfectas de vuestra existencia temporal. Pero mi Padre trabaja, y yo trabajaré, para mejorar vuestra condición en la tierra, más especialmente para aseguraros la vida eterna. Ninguno de nosotros puede cambiar en mucho las dificultades de la vida, a menos que descubramos que ésa es la voluntad del Padre en el cielo. Después de todo, todos debemos hacer la voluntad del Eterno. Si pudierais todos vosotros ser curados de lo que os aflige físicamente, indudablemente os admiraríais, pero es aun más admirable que seáis limpiados de toda enfermedad espiritual y que os encontréis curados de todas las dolencias morales. Todos vosotros sois hijos de Dios; sois los hijos del Padre celestial. Tal vez penséis que os afligen las cadenas del tiempo, pero el Dios de la eternidad os ama. Y cuando llegue la hora del juicio, no temáis, encontraréis no sólo justicia, sino abundancia de misericordia. De cierto, de cierto os digo: el que escuche el evangelio del reino y crea en esta enseñanza de la filiación de Dios, tendrá vida eterna; ya estos creyentes pasan del juicio y la muerte a la luz y a la vida. Ya se acerca la hora en la que aun los que están en las tumbas escucharán la voz de la resurrección.»
     
Muchos de los oyentes creyeron en el evangelio del reino. Algunos entre los afligidos tanto se inspiraron y revivificaron espiritualmente que anduvieron proclamando que también se habían sanado de sus enfermedades físicas.

     
Un hombre que había sufrido por años depresiones y enfermedades graves de su mente atribulada, se regocijó al escuchar las palabras de Jesús y, levantando su lecho, salió caminando a su casa, aunque era el día sábado. Este pobre hombre esperó todos esos años que viniera alguien a ayudarlo; su sensación de inutilidad era tal que no se le había ocurrido ni una vez ayudarse a sí mismo, cosa que debería haber hecho desde el principio para curarse —levantar su lecho y salir caminando.
      
Entonces le dijo Jesús a Juan: «Partamos antes de que lleguen los altos sacerdotes y los escribas y se ofendan porque hablamos palabras de vida a estos seres afligidos». Y volvieron al templo para reunirse con sus compañeros, y luego todos ellos partieron para pasar la noche en Betania. Pero Juan nunca relató a los otros apóstoles esta visita que él y Jesús hicieron al estanque de Betesda ese sábado en la tarde.