«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

jueves, 8 de noviembre de 2012

La curación a la puesta del sol.

Cuando Jesús y sus apóstoles se preparaban para compartir su cena al terminarse este sábado memorable, ya en Capernaum y sus alrededores había cundido la curiosidad y la zozobra por los así llamados milagros de curación; y todos los que estaban enfermos o afligidos empezaron a prepararse para ir adonde Jesús o para que sus amigos los llevaran allí en cuanto se pusiera el sol. Según las enseñanzas judías no está permitido ni siquiera ir en busca de salud durante las horas sagradas del sábado.
       
Así pues, tan pronto como el sol desapareció detrás del horizonte, decenas de hombres, mujeres y niños afligidos se encaminaron a la casa de Zebedeo en Betsaida. Un hombre salió con su hija paralítica en cuanto se ocultó el sol tras la casa de su vecino.
      
Los acontecimientos de todo ese día venían preparando el escenario para este extraordinario espectáculo a la puesta del sol. Hasta el texto que Jesús eligiera para su sermón de la tarde parecía sugerir que la enfermedad se desterraría; ¡él había hablado con tanta autoridad y poder! ¡Y tan apremiante había sido su mensaje! Sin apelar a la autoridad humana, había hablado directamente a la conciencia y al alma de los hombres. Sin recurrir a la lógica ni a la sutileza legal, ni a la elocuencia ingeniosa, había apelado poderosa, directa, clara y personalmente al corazón de sus oyentes.
      
Ese sábado fue un gran día en la vida de Jesús en la tierra y en la vida de un universo. Para el universo local, la pequeña ciudad judía de Capernaum era en ese momento realmente la capital de Nebadon. El puñado de judíos que se encontraban en la sinagoga de Capernaum no eran los únicos en escuchar las palabras estremecedoras con que Jesús concluyó su sermón: «El odio es la sombra del temor; la venganza, la máscara de la cobardía». Tampoco podían los oyentes olvidar sus palabras benditas, que declaraban: «El hombre es hijo de Dios; no es hijo del diablo».
      
Poco después de la puesta del sol, mientras Jesús y sus apóstoles departían en la sobremesa, la esposa de Pedro oyó voces en el patio y, al ir a la puerta, vio una multitud de enfermos que convergían hacia la casa y muchos más que se iban acercando por el congestionado camino de Capernaum, en busca de curación en las manos de Jesús. Al contemplar este espectáculo, ella volvió inmediatamente e informó a su marido, quien se lo dijo a Jesús.
      
Cuando el Maestro salió de la puerta de entrada de la casa de Zebedeo, sus ojos se encontraron con una gran masa de humanidad enferma y afligida. Contempló casi mil seres humanos enfermos y sufrientes; por lo menos, ésa era la multitud congregada delante de él. No todos los presentes estaban afligidos; algunos traían a sus seres queridos para que se sanaran.
      
El espectáculo de estos mortales afligidos, hombres, mujeres y niños sumidos en el sufrimiento, debido en gran parte a los errores y malas obras de sus propios Hijos confiados, de la administración del universo, conmovió profundamente el corazón humano de Jesús y puso a prueba la misericordia divina de este benévolo Hijo Creador. Pero Jesús bien sabía que no era posible construir un movimiento espiritual duradero sobre los cimientos de milagros puramente materiales. Se había abstenido constantemente de exhibir sus prerrogativas de creador de acuerdo con su política fijada. Desde el episodio de Caná no había habido ningún acontecimiento sobrenatural ni milagroso durante su enseñanza; sin embargo, esta multitud afligida conmovió profundamente su corazón compasivo y apeló fuertemente a su compasivo cariño.
      
Una voz en el frente del patio exclamó: «Maestro, di la palabra, devuélvenos la salud, cúranos de nuestras enfermedades y salva nuestras almas». Ni bien fueron pronunciadas estas palabras, cuando un vasto séquito de serafines, controladores físicos, Portadores de Vida y seres intermedios, siempre presente junto a este Creador encarnado de un universo, se preparó para actuar con poder creativo en el caso de que diera una señal su Soberano. Fue éste uno de esos momentos de la carrera terrestre de Jesús en los que la sabiduría divina y la compasión humana se entrelazaron de tal modo en el juicio del Hijo del Hombre, que éste buscó refugio en apelar a la voluntad de su Padre.
      
Cuando Pedro imploró al Maestro que escuchara el llanto de desamparo de la multitud, Jesús, bajando la mirada sobre esa masa de aflicción, contestó: «He venido al mundo para revelar al Padre y establecer su reino. Para este propósito he vivido mi vida hasta este momento. Si, por lo tanto, fuera voluntad de Aquel que me envió y no estuviera en desacuerdo con mi dedicación a la proclamación del evangelio del reino del cielo, desearía ver a mis hijos sanados— y...» pero las palabras siguientes de Jesús se perdieron en el tumulto.
      
Jesús había pasado la responsabilidad de esta decisión de curación al fallo de su Padre. Evidentemente la voluntad del Padre no puso objeción alguna, porque ni bien pronunció el Maestro estas palabras, el séquito de personalidades celestiales que servía bajo el mando del Ajustador de Pensamiento Personalizado de Jesús entró en poderosa actividad. El vasto séquito descendió en el medio de esta multitud abigarrada de mortales afligidos, y en un instante de tiempo 683 hombres, mujeres y niños fueron sanados, perfectamente curados de todas sus enfermedades físicas y de otros trastornos materiales. Un espectáculo semejante no se había visto en la tierra nunca antes de este día, ni tampoco después. Y para todos nosotros que estuvimos presentes, el contemplar esta oleada creadora de curaciones fue en verdad un espectáculo estremecedor.
      
Pero entre todos los seres sorprendidos por esta explosión repentina e inesperada de curaciones sobrenaturales, Jesús era el que más sorprendido estaba. En un momento, cuando su interés y compasión humanos convergían en el espectáculo de sufrimiento y aflicción desplegado ante sus ojos, descuidó en su mente humana las advertencias admonitorias de su Ajustador Personalizado sobre la imposibilidad de limitar el elemento temporal de las prerrogativas creadoras de un Hijo Creador bajo ciertas condiciones y en ciertas circunstancias. Jesús deseaba ver sanados a estos mortales sufrientes, siempre y cuando ello no violara la voluntad de su Padre. El Ajustador Personalizado de Jesús falló instantáneamente que dicho acto de energía creadora en ese momento no transgrediría la voluntad del Padre del Paraíso, y por esa decisión —en vista de la expresión del deseo de sanar que la había precedido— el acto creador se hizo realidad. Lo que un Hijo Creador desea y lo que es voluntad del Padre, SE HACE REALIDAD. Durante el resto de la vida de Jesús en la tierra no volvió a darse ningún otro episodio de curaciones físicas en masa.
      
Como era de esperarse, la fama de estas curaciones en Betsaida de Capernaum a la puesta del sol se difundió a lo largo y a lo ancho de Galilea, de Judea y más allá. Nuevamente se despertó el temor de Herodes, que envió observadores a que le informaran sobre la obra y las enseñanzas de Jesús y averiguaran si era el ex carpintero de Nazaret o Juan el Bautista resucitado de entre los muertos.
      
Desde ese momento en adelante y hasta el fin de su carrera terrestre, Jesús fue considerado, sobre todo debido a esta demostración no deliberada de curaciones físicas, tanto médico como predicador. Aunque sí continuó enseñando, su obra personal consistió mayormente en ministrar a los enfermos y a los angustiados, mientras que sus apóstoles hacían el trabajo de predicación pública y bautizaban a los creyentes.
      
Pero la mayoría de los que recibieron esta curación física sobrenatural o creadora en esta demostración de energía divina después de la puesta del sol, no tuvieron un beneficio espiritual permanente de esta extraordinaria manifestación de misericordia. Unos pocos fueron incitados a la virtud por este ministerio físico, pero el reino espiritual no progresó en el corazón de los hombres debido a esta extraordinaria erupción de curación creadora instantánea.
     
Los portentos curativos que de cuando en cuando se hicieron presentes durante la misión de Jesús sobre la tierra, no formaban parte de su plan de proclamación del reino. Eran incidentalmente inherentes al hecho de que hubiera en la tierra un ser divino de prerrogativas creadoras casi ilimitadas, en el contexto de una combinación sin precedentes de misericordia divina y compasión humana. Pero estos así llamados milagros dieron a Jesús muchos problemas, porque producían una publicidad que fomentaba prejuicios y se permitían mucha notoriedad no deseada.