«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

martes, 19 de febrero de 2013

El episodio de la coronación.

Este festín para las cinco mil personas, mediante la energía sobrenatural, fue otro de esos casos en los que la piedad humana se sumó al poder creador para dar como resultado lo que sucedió. Ya la multitud había sido saciada, y allí mismo y en ese instante la fama de Jesús tanto se acrecentó por este extraordinario portento, que la idea de apoderarse del Maestro y proclamarlo rey ya no necesitaba de ningún cabecilla. La idea pareció propagarse como un contagio entre la muchedumbre. La reacción de la multitud ante esta satisfacción repentina y espectacular de sus necesidades físicas fue profunda y sobrecogedora. Por mucho tiempo a los judíos se les había enseñado que el Mesías, el hijo de David, cuando viniera, inundaría la tierra, nuevamente, con leche y miel, y que el pan de la vida llovería sobre ellos como había supuestamente caído el maná del cielo sobre sus antepasados en el desierto. ¿Acaso todas estas expectativas no habían sido plenamente satisfechas ante sus ojos? Cuando esta multitud hambrienta y sin alimentos se sació de alimento milagroso, tan sólo hubo una reacción unánime: «He aquí a nuestro rey». Había llegado el liberador portentoso de Israel. En los ojos de esta gente de mente sencilla, el poder de dar de comer llevaba en sí mismo el derecho al gobierno. No es pues de extrañar que la multitud, en cuanto terminó su festín, se puso de pie al unísono clamando: «¡Hacedlo rey!».
      
Este poderoso grito entusiasmó a Pedro y a los entre los apóstoles que aún mantenían la esperanza de que Jesús afirmara su derecho a gobernar. Pero, poco durarían estas falsas esperanzas. Aún se oían los ecos de este poderoso grito de la multitud que rebotaban de las rocas cercanas, cuando Jesús se trepó a una enorme piedra y, levantando la mano derecha para imponer silencio, dijo: «Hijitos míos, vosotros tenéis buenas intenciones, pero sois de vista corta y de mentalidad material». Hubo una corta pausa; este fornido galileo se erguía majestuoso contra el resplandor encantador del atardecer oriental. Cada centímetro de su semblante se veía verdaderamente como el de un rey mientras siguió hablando a la multitud que lo contemplaba sin aliento: «Vosotros queréis hacerme rey, no porque vuestra alma se haya iluminado de una gran verdad, sino porque vuestro estómago está lleno de pan. ¿Cuántas veces os he dicho que mi reino no es de este mundo? Este reino del cielo que nosotros proclamamos es una hermandad espiritual, y ningún hombre gobierna sobre este reino sentado en un trono material. Mi Padre en el cielo es el omnisapiente y todopoderoso Gobernante de esta hermandad espiritual de los hijos de Dios en la tierra. ¿Es que tanto he fallado en revelaros al Padre de los espíritus, que vosotros queréis hacer de su Hijo en la carne un rey? Idos pues todos a casa. Si debéis tener rey, que el Padre de las luces sea coronado en el corazón de cada uno de vosotros como el espíritu Gobernante de todas las cosas».
     
Estas palabras de Jesús despidieron a la multitud, pasmada y desilusionada. Muchos de los que habían creído en él, se fueron y, a partir de ese día, ya no le siguieron. Los apóstoles estaban anonadados; permanecieron de pie en silencio, reunidos alrededor de los doce canastos llenos de trozos de comida; sólo el mandadero, el mancebo Marcos, dijo: «Y se negó a ser nuestro rey». Jesús, antes de irse por su cuenta a las colinas, se volvió hacia Andrés y dijo: «Lleva a tus hermanos de vuelta a la casa de Zebedeo y ora con ellos, especialmente por tu hermano, Simón Pedro».