«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

viernes, 1 de febrero de 2013

El servicio del sábado.

Este sábado fue un hermoso día, y todo Nazaret, amigos y enemigos, concurrió a la sinagoga para escuchar a su ex compatriota. En el séquito apostólico, muchos tuvieron que quedarse afuera, pues no había lugar en la sinagoga para todos los que habían venido a escucharlo. Cuando joven, muchas veces había hablado Jesús en este templo, y esta mañana, al entregarle el rector de la sinagoga los escritos sagrados de los que leería la lección de la Escritura, nadie de los allí presentes pareció recordar que éste era el mismo manuscrito que él había donado a la sinagoga.
      
Los servicios se celebraron este día tal como cuando Jesús era muchacho. Ascendió a la plataforma con el rector de la sinagoga, y se inició el servicio con dos oraciones: «Bendito sea el Señor, Rey del mundo, creador de la luz y de las tinieblas, hacedor de la paz, creador de todo; quien en su misericordia, da luz a la tierra y a los que en ésa moran; que en su bondad renueva día tras día y cada día, las obras de la creación. Bendito sea el Señor nuestro Dios por la gloria de sus obras y por las luces que iluminan que él ha hecho para su alabanza. Selá. Bendito sea el Señor nuestro Dios, hacedor de la luz». 

      
Después de una corta pausa, nuevamente oraron: «Con gran amor el Señor nuestro Dios nos ha amado, y con piedad desbordante nos ha compadecido, nuestro Padre y nuestro Rey, por amor a nuestros padres que confiaron en él. Tú les enseñaste los estatutos de la vida. Ten merced de nosotros y enséñanos. Esclarece nuestros ojos en la ley; haz que nuestro corazón cumpla con tus mandamientos; aúne nuestros corazones para que te amemos y temamos tu nombre, y no pasaremos vergüenza, mundo sin fin. Porque tú eres el Dios de la salvación, y nos elegiste entre todas las naciones y todas las lenguas, y en verdad nos has traído cerca de tu gran nombre —Selá— para que podamos alabar tu unidad con amor. Bendito sea el Señor, que en amor eligió su pueblo de Israel».
      
La congregación recitó luego el Shemá, del credo judío. Este rito consistía en la repetición de numerosos pasajes de la ley e indicaba que los creyentes aceptaban el yugo del reino del cielo, y el yugo de los mandamientos tanto de día como de noche.
      
Luego siguió la tercera oración: «Es verdad que tú eres Yahvé, nuestro Dios y el Dios de nuestros padres, nuestro Rey y el Rey de nuestros padres; nuestro Salvador y el Salvador de nuestros padres; nuestro Creador y la roca de nuestra salvación; nuestra ayuda y nuestro libertador. Tu nombre es desde lo sempiterno, y no hay otro Dios sino tú. Una nueva canción cantaron a los que fueron liberados y la entonaron a la orilla del mar alabando tu nombre; juntos te alabaron y te reconocieron como Rey y dijeron: Yahvé reinará, mundo sin fin. Bendito es el Señor que salva a Israel».
      
El rector de la sinagoga tomó luego su posición ante el arca, o cofre, que contenía las escrituras sagradas y comenzó a recitar las diecinueve eulogías de oración, o sea, bendiciones. Pero en esta ocasión era deseable acortar el servicio para que el distinguido huésped pudiera tener más tiempo para su discurso; por consiguiente, sólo recitó la primera y la última de las bendiciones. La primera era: «Bendito es el Señor nuestro Dios, y el Dios de nuestros padres, el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob; el grande, el poderoso y el terrible Dios, que muestra misericordia y ternura, que crea todas las cosas, que recuerda las misericordiosas promesas a los padres y que trae un salvador a los hijos de los hijos para la gloria de su nombre, y en amor. Oh Rey, sostén, salvador y escudo. Bendito eres tú, oh Yahvé, escudo de Abraham».
      
Luego siguió la última bendición: «Oh otorga a tu pueblo Israel gran paz para siempre, pues tú eres Rey y Señor de toda paz. Y es bueno en tus ojos bendecir a Israel en todo momento y en toda hora con paz. Bendito eres tú, Yahvé, que bendices a tu pueblo Israel con paz». La congregación no miraba al rector mientras éste recitaba las bendiciones. Después de las bendiciones, ofreció una oración casual adaptada para la ocasión, y cuando concluyó, toda la congregación se unió para decir amén.
      
Luego el chazán fue al arca y trajo un rollo, que dio a Jesús para que pudiera leer la lección de la Escritura. Era costumbre llamar a siete personas para que leyeran no menos de tres versos de la ley, pero esta práctica no se cumplió en esta ocasión, para que el visitante pudiera leer la lección de su propia selección. Jesús, tomando el rollo, se puso de pie y comenzó a leer del Deuteronomio: «Este mandamiento que yo te ordeno hoy no está oculto de ti, ni está lejos. No está en el cielo para que digas: ¿Quién subirá por nosotros al cielo y nos lo traerá y nos lo hará oír para que cumplamos? Ni está al otro lado del mar, para que digas: ¿Quién pasará por nosotros el mar, para que nos lo traiga y nos lo haga oír, a fin que lo cumplamos? No, muy cerca de ti está la palabra de vida, en tu presencia y en tu corazón para que la conozcas y la obedezcas».
      
Cuando terminó de leer del libro de la ley, comenzó a leer de Isaías: «El espíritu del Señor está sobre mí porque él me ungió para que predique buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a publicar libertad a los cautivos y recuperación de la vista a los ciegos, para liberar a los que están lastimados y proclamar el año favorable del Señor».
      
Jesús cerró el libro y, después de devolvérselo al rector de la sinagoga, se sentó y comenzó a hablar a la gente. Comenzó diciendo: «Hoy se cumplen estas Escrituras». Y luego Jesús habló casi quince minutos sobre «los hijos e hijas de Dios». Muchos en el público se regocijaron con su discurso, y se maravillaron con su donaire y sabiduría.
      
Era costumbre en la sinagoga, después de la conclusión del oficio formal, que el orador permaneciera allí para que los que tenían interés pudieran hacerle preguntas. Por consiguiente, esta mañana de sábado, Jesús bajó de la tarima, mezclándose con la multitud que se adelantaba para hacer preguntas. En este grupo había muchas personas turbulentas con la mente llena de fechoría, y alrededor de la multitud pululaban esos seres abyectos que habían sido empleados para armar lío contra Jesús. Muchos de los discípulos y evangelistas que se habían quedado afuera comenzaron a forcejear para entrar a la sinagoga y en seguida se dieron cuenta de que se estaba preparando una tormenta. Trataron de sacar de allí al Maestro, pero él no quiso ir con ellos.