«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

lunes, 11 de febrero de 2013

La visita a Queresa.

La multitud siguió creciendo a lo largo de esa semana. El sábado Jesús se fue a las colinas, pero cuando llegó el domingo por la mañana, las multitudes volvieron. Jesús les habló por la tarde temprano después de la predicación de Pedro, y cuando hubo terminado, dijo a sus apóstoles: «Estoy cansado de las multitudes; crucemos al otro lado para que podamos descansar un día».
     
Al cruzar el lago, se toparon con una de esas violentas y repentinas tormentas de viento características del mar de Galilea, especialmente en esta temporada del año. Esta extensión de agua está unos dos cientos metros por debajo del nivel del mar, rodeada de altos acantilados, especialmente hacia el oeste. Hay gargantas empinadas que van del lago a las colinas, durante el día el aire caliente se eleva formando una bolsa sobre el lago, después de la caída del sol al enfriarse el aire hay una tendencia de que el aire en las gargantas se lance sobre el lago. Estas oleadas se producen de golpe y a veces también se desvanecen en forma igualmente repentina.
     
Así pues uno de estos ventarrones vespertinos alcanzó la barca que llevaba a Jesús al otro lado del lago durante esta tarde del domingo. La seguían tres barcas más con algunos de los evangelistas más jóvenes. Era una tormenta violenta, aunque limitada a esta región del lago, pues no había signos de tormenta en la orilla occidental. El viento era tan fuerte que las olas caían sobre la barca. El fuerte viento desgarró la vela antes de que los apóstoles pudieran enrollarla, y sólo dependían de los remos, sobre los que se inclinaban tratando esforzadamente de llegar a la orilla, a poco más de dos kilómetros de distancia.
     
Mientras tanto, Jesús permanecía dormido en la popa bajo un pequeño cobertizo. El Maestro estaba cansado cuando partieron de Betsaida, y para poder descansar un poco les había ordenado que levantaran vela para cruzar al otro lado del lago. Estos ex pescadores remaban con fuerza y eran expertos, pero ésta era una de las peores tormentas de viento que jamás habían encontrado. Aunque el viento y las olas sacudían la barca como si fuera un barquito de juguete, Jesús seguía durmiendo sin molestarse. Pedro estaba remando a la derecha, cerca de la popa. Cuando la barca empezó a llenarse de agua, dejó su remo y, apresurándose adonde Jesús, lo sacudió vigorosamente para despertarlo, y cuando se despertó, Pedro dijo: «Maestro, ¿acaso no sabes que estamos en el medio de una violenta tormenta? Si no nos salvas, pereceremos todos».
      
Al salir Jesús en medio de la lluvia, primero miró a Pedro, luego escudriñó en las tinieblas a los que remaban con esfuerzo, y nuevamente volviendo la mirada a Simón Pedro quien, en su agitación, no había retornado aún a su remo, dijo: «¿Por qué tenéis tanto miedo todos vosotros? ¿Adonde está vuestra fe? Paz, callaos». Apenas si acababa Jesús de pronunciar este reproche a Pedro y a los demás apóstoles, apenas si había alcanzado a ordenar a Pedro que se calmara, que aquietara su alma atribulada, cuando la atmósfera tormentosa, habiendo alcanzado su equilibrio, se calmó de pronto. Las olas airadas casi inmediatamente se serenaron, los oscuros nubarrones, habiéndose derretido en una corta lluvia, se desvanecieron, y brillaron las estrellas en el cielo. Según podemos juzgar esto ocurrió por pura coincidencia; pero los apóstoles, particularmente Simón Pedro, nunca dejaron de considerar como un milagro de la naturaleza este episodio. Era especialmente fácil para los hombres de aquella época creer en milagros de la naturaleza, puesto que creían firmemente que la naturaleza toda era un fenómeno directamente controlado por las fuerzas espirituales y los seres sobrenaturales.
     
Jesús explicó claramente a los doce que sus palabras se habían dirigido al espíritu atribulado de ellos y a su mente sacudida por el terror, que no había mandado a los elementos que lo obedecieran, pero fue en vano. Los seguidores del Maestro siempre persistieron en interpretar a su manera todas estas coincidencias. Desde ese día en adelante insistieron en pensar que el Maestro poseía un poder absoluto sobre los elementos naturales. Pedro no se cansó nunca de proclamar cómo «aun los vientos y las olas obedecen a él».
      
Era tarde en la noche cuando Jesús y sus asociados alcanzaron la orilla, y puesto que era una bella y calmada noche, todos ellos descansaron en las barcas, sin bajar a la playa hasta poco después del amanecer del día siguiente. Cuando se reunieron, unos cuarenta en total, Jesús dijo: «Vayamos a las colinas más allá y permanezcamos allí unos pocos días mientras discurrimos en los problemas del reino del Padre».