«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

lunes, 21 de abril de 2014

Ante el tribunal de los Sanedristas.

Eran alrededor de las tres y media de este viernes por la madrugada, cuando el sumo sacerdote, Caifás, llamó al orden al tibunal sanedrista de inquisición y pidió que Jesús fuera traído ante ellos para someterlo a juicio. En tres ocasiones previas el sanedrín, por gran mayoría de votos, había decretado la muerte de Jesús, había decidido que se merecía la muerte por acusaciones casuales de contravención a la ley, blasfemia y burla a las tradiciones de los padres de Israel.
      
No era ésta una reunión regular del sanedrín y no se la celebraba en el sitio usual, la cámara de piedras labradas del templo. Era ésta una corte especial de unos treinta sanedristas y se la convocó en el palacio del sumo sacerdote. Juan Zebedeo estuvo presente con Jesús durante todo el así llamado juicio.
      
¡De qué manera se congratulaban estos altos sacerdotes, escribas, saduceos y algunos de los fariseos de que ese Jesús que había comprometido su posición y desafiado su autoridad, ya estaba de seguro en sus manos! Y estaban decididos a que no viviría para que pudiera escaparse de sus garras vengativas.
      
Por lo común cuando los judíos enjuiciaban a un hombre por un delito capital, procedían con gran cautela y recurrían a las salvaguardas de la ecuanimidad en la selección de los testigos y en la conducta general del juicio. Pero en esta ocasión, Caifás fue más un acusador que un juez imparcial.
     
Jesús apareció ante este tribunal vestido en su ropa usual y con las manos atadas detrás de la espalda. Todo el tribunal estaba sobresaltado y algo confuso por su aspecto majestuoso. Nunca antes habían contemplado tal donaire en un prisionero ni habían presenciado tal comportamiento en un hombre que corría el peligro de la pena de muerte.
      
La ley judía requería que hubiera un acuerdo por lo menos entre dos testigos sobre cada acusación antes de que se pudiera hacer cargos contra un prisionero. Judas no podía ser usado como testigo contra Jesús, porque la ley judía prohibía específicamente el testimonio de un traidor. Se disponía de más de una veintena de falsos testigos para atestiguar contra Jesús, pero su testimonio era tan contradictorio y tan evidentemente fabricado que los sanedristas mismos mucho se avergonzaron del espectáculo. Jesús estaba allí de pie, mirando con benignidad a estos perjuros, y su aspecto mismo desconcertó a los testigos mentirosos. A lo largo de este falso testimonio el Maestro no dijo una sola palabra; no respondió a ninguna de sus muchas acusaciones falsas.
      
La primera vez que dos de los testigos se acercaron por lo menos a una semblanza de acuerdo fue cuando dos hombres atestiguaron que habían oído a Jesús decir, en el curso de uno de sus sermones en el templo, que él «Derribaría este templo hecho por las manos del hombre y en tres días edificaría otro templo sin emplear las manos del hombre». Eso no era exactamente lo que dijo Jesús, aparte del hecho de que, al decir estas palabras, él señaló su propio cuerpo.
      
Aunque el sumo sacerdote le gritó a Jesús: «¿No respondes a ninguna de estas acusaciones?», Jesús no abrió la boca. Permaneció allí en silencio mientras todos estos falsos testigos daban su testimonio. El odio, el fanatismo, y la exageración inescrupulosa caracterizaban de tal manera las palabras de estos perjuros que su testimonio cayó por su propio peso. La mejor refutación de estas acusaciones falsas fue el silencio calmo y majestuoso del Maestro.
      
Poco después del comienzo del testimonio de los falsos testigos, llegó Anás y tomó su asiento junto a Caifás. Ahora Anás se puso de pie y argumentó que esta amenaza de Jesús de derribar el templo era suficiente para justificar tres cargos contra él:
     
1. Que era un peligroso embaucador del pueblo. Que les enseñaba cosas imposibles y de otras maneras los engañaba.
      
2. Que era un revolucionario fanático, porque abogaba atacar con violencia el templo sagrado, pues, ¿de qué otra manera podría él derribarlo?
      
3. Que enseñaba magia puesto que prometía edificar un nuevo templo sin usar las manos del hombre.
      
Ya el sanedrín en pleno había acordado que Jesús era culpable de transgresiones de la ley judía merecedoras de la pena de muerte, pero ahora más les preocupaba el asunto de hacer cargos, basados en su conducta y enseñanzas, que justificaran ante Pilato la sentencia de muerte contra su prisionero. Sabían que necesitaban el consentimiento del gobernador romano antes de poder matar a Jesús legalmente. Anás se inclinaba a proceder en una forma que hiciera aparecer que Jesús era un maestro peligroso si se le permitía que siguiera enseñando al pueblo.
      
Pero Caifás ya no podía soportar la vista del Maestro de pie allí, tan compuesto y en tan absoluto silencio. Pensó que conocía por lo menos una manera de inducir al prisionero a que hablara. Por lo tanto, corrió al lado de Jesús y, sacudiendo un dedo acusador ante el rostro del Maestro, dijo: «Te suplico, en el nombre del Dios viviente, que nos digas si eres tú el Libertador, el Hijo de Dios». Jesús le contestó a Caifás: «Lo soy. Pronto iré al Padre, y dentro de poco, el Hijo del Hombre vestirá el manto del poder y nuevamente reinará sobre las huestes del cielo».
    
Cuando el sumo sacerdote escuchó a Jesús pronunciar estas palabras, se airó en forma excesiva, y rasgando sus vestiduras, exclamó: «¿Qué necesidad tenemos nosotros de testigos? He aquí, ahora todos habéis oído cómo blasfema este hombre. ¿Qué os parece ahora que debemos hacer con este blasfemo que transgrede la ley?» Y todos ellos respondieron al unísono: «Es reo de muerte; ¡que sea crucificado!»
      
Jesús no manifestó interés alguno en ninguna de las preguntas que le hicieron cuando estaba frente a Anás y los sanedristas, excepto la pregunta referente a su misión autootorgadora. Cuando se le preguntó si él era el Hijo de Dios, instantánea e inequívocamente contestó afirmativamente.
      
Anás deseaba que el juicio prosiguiera, y que se formularan cargos de naturaleza definida sobre la relación de Jesús con la ley romana y las instituciones romanas para presentarlos posteriormente ante Pilato. Los consejeros estaban ansiosos de llevar este asunto a una rápida conclusión, no sólo porque era el día de preparación antes de la Pascua y no se podía hacer trabajo secular después del mediodía, sino también porque temían que Pilato retornara en cualquier momento a la capital romana de Judea, Cesarea, puesto que estaba en Jerusalén tan sólo para la celebración pascual.
      
Pero Anás no pudo controlar el tribunal. Después de que Jesús contestara tan inesperadamente a Caifás, el sumo sacerdote se adelantó y lo abofeteó en la cara con su mano. Anás estaba verdaderamente escandalizado cuando otros miembros del tribunal, al salir del aposento, le escupieron a Jesús la cara, y muchos de ellos lo abofetearon burlonamente con la palma de la mano. Así pues, en increíble desorden y confusión, esta primera sesión del juicio sanedrista de Jesús finalizó a las cuatro y media de la mañana.
      
Treinta jueces falsos, cegados por los prejuicios y la tradición, con sus falsos testigos, tienen la presunción de sentarse en juicio del justo Creador de un universo. Estos acusadores apasionados se exasperan por el silencio majestuoso y la conducta soberbia de este Dios-Hombre. Es terrible soportar su silencio; su habla es intrépidamente desafiante. No le conmueven las amenazas, los asaltos no lo afectan. El hombre enjuicia a Dios, pero aun en ese momento, él los ama y querría salvaros si pudiera.