«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

martes, 15 de abril de 2014

El arresto del maestro.

A medida que iba acercándose al jardín este grupo de soldados y guardianes armados con sus antorchas y linternas, Judas se adelantó al grupo con el objeto de identificar rápidamente a Jesús para facilitar su arresto antes de que sus asociados pudieran acudir en su defensa. También había otra razón por la cual Judas eligió ir adelante de los enemigos del Maestro: pensó que así, tal vez parecería que él había llegado a la escena antes que los soldados, de manera tal que los apóstoles y otros reunidos alrededor de Jesús no lo relacionaran directamente con los guardias armados que tan de cerca lo seguían. Aun pensó Judas que tal vez podía hacerse el que se había dado prisa para advertirles la llegada de los arrestadores, pero este plan fue desbaratado por la salutación desenmascaradora de Jesús al traidor. Aunque el Maestro habló a Judas con suavidad, lo saludó como a un traidor.
      
En cuanto vieron Pedro, Santiago y Juan, juntamente con unos treinta de los demás acampantes, el grupo armado y sus antorchas en la cresta de la colina, se percataron de que estos soldados venían a arrestar a Jesús, y todos ellos descendieron de prisa al lagar donde estaba el Maestro sentado solitario, iluminado por la luna. Por un lado se iba acercando el grupo de soldados y por el otro los tres apóstoles y sus asociados. Cuando se adelantó Judas acercándose al Maestro, los dos grupos se quedaron inmóviles, el Maestro situado entre ambos y Judas preparándose para impartirle el beso traicionero en la frente.
      
Había sido esperanza del traidor que podría, después de conducir a los guardias hasta Getsemaní, señalar simplemente a los soldados cuál era Jesús, o cuanto más llevar a cabo la promesa de saludarlo con un beso, y luego retirarse rápidamente de la escena. Judas mucho temía que estuvieran todos los apóstoles presentes, y que concentraran su ataque contra él en retribución por su atrevimiento al traicionar a su maestro amado. Pero cuando el Maestro lo saludó como a un traidor, tan confundido estuvo que no intentó escapar.
      
Jesús realizó un último esfuerzo para salvar a Judas del acto de traición en cuanto que antes de que el traidor pudiera llegar hasta él, se hizo a un lado, y dirigiéndose al soldado situado en el extremo izquierdo, el capitán de los romanos, dijo: «¿A quién buscáis?» El capitán respondió: «A Jesús de Nazaret». Entonces Jesús inmediatamente se presentó frente al oficial, e incorporándose con la calma majestad del Dios de toda esta creación dijo: «Yo soy». Muchos en este grupo armado habían escuchado a Jesús enseñar en el templo, otros sabían de sus obras poderosas, y cuando lo oyeron anunciar tan audazmente su identidad, los que estaban en primera fila retrocedieron. Los sobrecogió el asombro ante este calmo y majestuoso anuncio de su identidad. No había, pues, necesidad alguna de que Judas cumpliera con su plan de traición. El Maestro se había revelado audazmente a sus enemigos, y podrían haberlo ellos arrestado sin la ayuda de Judas. Pero el traidor tenía que hacer algo para justificar su presencia con este grupo armado y, además, quería dejar sentado que estaba cumpliendo su parte del convenio de traición con los potentados de los judíos, porque quería asegurarse la gran recompensa y los honores que él creía que se acumularían sobre su persona, como premio por su promesa de entregarles a Jesús.
      
Mientras se recuperaban los guardianes después de su impresión al ver por primera vez a Jesús y oír el sonido de su voz insólita, y mientras los apóstoles y discípulos se iban acercando cada vez más, Judas se enfrentó con Jesús y, besándole la frente, dijo: «Salve, Maestro e Instructor». Al abrazar así Judas a su Maestro, Jesús dijo: «Amigo, ¿acaso no basta con esto? ¿Aún quieres traicionar al Hijo del Hombre con un beso?»
      
Los apóstoles y discípulos quedaron literalmente paralizados por lo que vieron. Por un momento nadie se movió. Luego Jesús, desenredándose del abrazo traicionero de Judas, se acercó a los guardianes del templo y soldados y nuevamente preguntó: «¿A quién buscáis?» Nuevamente el capitán dijo: «A Jesús de Nazaret». Nuevamente contestó Jesús: «Ya os he dicho que yo soy. Si, por lo tanto, me buscáis, dejad que estos otros vayan por su camino. Estoy pronto para ir con vosotros».
      
Jesús estaba dispuesto a volver a Jerusalén con los guardianes, y el capitán y los soldados estaban dispuestos a permitir que los tres apóstoles y sus asociados se fueran en paz por su camino. Pero antes de que salieran, mientras Jesús estaba allí de pie esperando las órdenes del capitán, cierto Malco, el guardaespalda sirio del sumo sacerdote, se acercó a Jesús preparándose para atarle las manos a la espalda, aunque el capitán romano no había mandado que le ataran. Cuando Pedro y sus asociados vieron que su Maestro estaba siendo sometido a esta indignidad, ya no pudieron contenerse. Pedro desenfundó la espada y se abalanzó con los demás para destruir a Malco. Pero antes de que pudieran intervenir los soldados en defensa del siervo del sumo sacerdote, Jesús levantó la mano frente a Pedro en gesto de prohibición, y, con tono perentorio dijo: «Pedro, guarda tu espada. Los que a espada luchan, a espada mueren. ¿Acaso no comprendes que es voluntad de mi Padre que yo beba esta copa? Además, ¿acaso no sabes que, aun ahora, yo podría ordenar a más de doce legiones de ángeles y a sus asociados que me salven de las manos de estos pocos hombres?»       

Aunque Jesús puso fin en forma eficaz a esta demostración de resistencia física de sus seguidores, ésta fue suficiente para despertar el temor del capitán de los guardianes, quien, con la ayuda de sus soldados, puso sus manos pesadas sobre Jesús y rápidamente lo ató. Mientras lo ataban las manos con fuertes cuerdas, Jesús les dijo: «¿Por qué me atacáis con espadas y palos como que si quisierais capturar a un ladrón? Yo estuve en el templo con vosotros todos los días, enseñando públicamente al pueblo, y no hicisteis esfuerzo alguno por apresarme».
      
Cuando Jesús estuvo atado, el capitán, temiendo que sus seguidores intentaran rescatarlo, dio órdenes de que fueran todos arrestados; pero los soldados no alcanzaron a llevar a cabo la acción porque, habiendo oído la orden de arresto del capitán, los seguidores de Jesús huyeron de prisa a la hondonada. Durante todo este tiempo, Juan Marcos había permanecido oculto en el cobertizo cercano. Cuando empezaron los soldados el camino de vuelta a Jerusalén con Jesús, Juan Marcos intentó salir de su cobertizo para unirse a los apóstoles y discípulos que habían huido; pero en cuanto se asomó, pasaba por ahí uno de los últimos de los soldados que volvía de perseguir a los discípulos en huida y, viendo al joven en su manto de lino, lo persiguió, llegando casi a apresarlo. En realidad, el soldado llegó tan cerca de Juan como para agarrar su manto, pero el joven se liberó del indumento, escapando desnudo mientras el soldado se quedaba con el manto vacío. Juan Marcos se abrió paso a gran prisa hasta donde estaba David Zebedeo, en el sendero alto. Cuando le dijo a David lo que había ocurrido, ambos se dieron prisa hasta las tiendas de los apóstoles dormidos e informaron a los ocho de la traición del Maestro y su arresto.
      
Mientras despertaban los ocho apóstoles, volvían los que habían huído a la hondonada, y se reunieron todos juntos cerca del lagar de aceitunas para discutir qué hacer. Mientras tanto, Simón Pedro y Juan Zebedeo, que se habían ocultado entre los olivos, ya se habían ido siguiendo a los soldados, guardianes y siervos que conducían a Jesús de vuelta a Jerusalén como si llevaran a un criminal desesperado. Juan los siguió de cerca mientras que Pedro se mantenía más distante. Después de escapar de las garras del soldado, Juan Marcos se consiguió un manto que encontró en la tienda de Simón Pedro y Juan Zebedeo. Sospechaba que los guardias llevarían a Jesús a la casa de Anás, el sumo sacerdote emérito; así pues, corrió a través de los olivares y llegó allí antes del grupo, ocultándose cerca de la entrada al portal del palacio del sumo sacerdote.