«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

viernes, 25 de abril de 2014

Poncio Pilato.

Si Poncio Pilato no hubiese sido un gobernador razonablemente bueno de las provincias menores, Tiberio no le habría permitido que permaneciera como procurador de Judea durante diez años. Aunque era un administrador más o menos bueno, era un cobarde moral. No era hombre suficientemente grande como para comprender la naturaleza de su tarea como gobernador de los judíos. No captaba el hecho de que estos hebreos tenían una religión verdadera, una fe por la cual estaban dispuestos a morir, y que millones y millones de ellos, dispersados aquí y allá a lo largo y a lo ancho del imperio, consideraban que Jerusalén era el templo de su fe y respetaban al sanedrín por ser para ellos el más alto tribunal en la tierra.
      
Pilato no amaba a los judíos, y este odio profundo se manifestó muy pronto. De todas las provincias romanas, ninguna era más difícil de gobernar que Judea. Pilato nunca entendió realmente los problemas administrativos de los judíos y por consiguiente, muy pronto en su experiencia como gobernador, cometió una serie de errores casi fatales y prácticamente suicidas. Fueron estos errores los que dieron a los judíos mucho poder sobre él. Cuando querían influir sobre sus decisiones, todo lo que tenían que hacer era amenazar con una revuelta, y Pilato inmediatamente capitulaba. Esta aparente vacilación, o falta de valor moral, del procurador se debía principalmente al recuerdo de una serie de controversias que había tenido con los judíos, que en cada caso ellos habían ganado. Los judíos sabían que Pilato les tenía miedo, que temía por su posición ante Tiberio, y emplearon este conocimiento para gran desventaja del gobernador en numerosas ocasiones.
      
La desventaja de Pilato para con los judíos se produjo como resultado de una serie de encuentros desafortunados. En primer término, no supo tomar en serio el profundo prejuicio judío contra todas las imágenes como símbolos de adoración de ídolos. Por consiguiente, permitió que sus soldados entraran a Jerusalén sin quitar las imágenes del César de sus banderas, tal como había sido práctica de los soldados romanos bajo su predecesor. Una numerosa delegación de judíos esperó a Pilato por cinco días, implorándole que quitara esas imágenes de los estandartes militares. Se negó rotundamente a otorgar su petición y les amenazó de muerte instantánea. Pilato, siendo un escéptico, no comprendía que los hombres con fuertes sentimientos religiosos no vacilarían en morir por sus convicciones religiosas; por consiguiente, se anonadó cuando estos judíos se presentaron desafiantemente ante su palacio, de cara al suelo, y enviaron el mensaje de que estaban listos para morir. Pilato se dio entonces cuenta de que había hecho una amenaza que no quería cumplir. Capituló, y ordenó que las imágenes fueran quitadas de los estandartes de sus soldados en Jerusalén, y desde ese momento en adelante se encontró en alto grado sometido a los deseos de los líderes judíos, quienes habían descubierto de esta manera su debilidad, al hacer él amenazas que temía ejecutar.
      
Pilato posteriormente decidió volver a ganar su prestigio perdido y por lo tanto hizo colocar los escudos del emperador, del tipo de los que se usaban comúnmente para adorar a César, en los muros del palacio de Herodes en Jerusalén. Cuando los judíos protestaron, él se mantuvo firme. Cuando se negó a escuchar sus protestas, ellos apelaron prontamente a Roma, y el emperador con igual prontitud ordenó que se quitaran los escudos ofensivos. De ahí en adelante Pilato gozó de aun menos estima que antes.
     
Otra cosa que le granjeó la aversión de los judíos fue que se atrevió a tomar dinero del tesoro del templo para financiar la construcción de un nuevo acueducto que proveería mayor abastecimiento de agua para los millones de visitantes a Jerusalén en las épocas de las grandes fiestas religiosas. Los judíos sostenían que sólo el sanedrín podía desembolsar fondos del templo, y nunca cesaron de imprecar a Pilato por esta decisión presuntuosa. No menos de una veintena de revueltas y mucho derramamiento de sangre resultaron de esta decisión. La última de estas graves explosiones tuvo que ver con la matanza de un numeroso grupo de galileos en el momento mismo en que estaban adorando frente al altar.
      
Es significativo que, aunque este vacilante potentado romano sacrificó la vida de Jesús a su temor de los judíos y para salvaguardar su posición personal, fue finalmente depuesto como resultado de una matanza innecesaria de samaritanos en relación con las pretensiones de un falso Mesías que condujo a ciertas tropas al Monte Gerizim, en el que éste decía que estaban enterradas las vasijas del templo; y se produjeron violentas escaramuzas cuando no pudo revelar el lugar en el que se habían escondido las vasijas sagradas, tal como lo había prometido. Como resultado de este episodio, el legado de Siria ordenó que Pilato volviese a Roma. Tiberio murió mientras Pilato estaba camino a Roma, y no se le nombró de nuevo procurador de Judea. No se recobró nunca plenamente de la condenación penosa de haber consentido a la crucifixión de Jesús. Como no gozaba de ningún favor a los ojos del nuevo emperador, se retiró a la provincia de Lausanne, donde posteriormente se suicidó.
     
Claudia Prócula, la mujer de Pilato, mucho había oído hablar de Jesús por boca de su criada, que era una fenicia creyente en el evangelio del reino. Después de la muerte de Pilato, Claudia fue prominentemente identificada con la difusión de la buena nueva.
      
Todo esto explica mucho de lo que ocurrió en esta trágica mañana del viernes. Es fácil comprender por qué los judíos tenían la presunción de dictaminar a Pilato —de hacer que se levantara a las seis de la mañana para enjuiciar a Jesús— y también por qué no vacilaron en decirle que lo acusarían de traición ante el emperador, si se atreviera a negarse a sus demandas de ejecutar a Jesús.
      
Un gobernador romano meritorio, que no se hubiera granjeado una posición de desventaja frente a los dirigentes de los judíos, jamás habría permitido que estos fanáticos religiosos sedientos de sangre pusieran a muerte a un hombre a quien él mismo había declarado inocente de los falsos cargos y sin faltas. Roma cometió un grave error, un error de serias consecuencias en los asuntos terrenales, al enviar a este Pilato, un administrador de segunda categoría, como gobernador de Palestina. Tiberio debería haber enviado a los judíos el mejor administrador provincial de su imperio.