«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

sábado, 19 de abril de 2014

El interrogatorio de Anás.

Anás, enriquecido por los ingresos del templo, su yerno, en la posición de sumo sacerdote, y su relación con las autoridades romanas, hacían de él, el individuo más poderoso de todos los judíos. Él era intrigista y complotista, pero zalamero e ingenioso. Deseaba dirigir el asunto de la disposición de Jesús; temía confiar una empresa tan importante por completo a su brusco y agresivo yerno. Anás quería asegurarse de que el juicio del Maestro estuviese en las manos de los saduceos. Temía la posible simpatía de algunos de los fariseos, puesto que prácticamente todos aquellos miembros del sanedrín que habían abrazado la causa de Jesús, eran fariseos.
      
Anás no había visto a Jesús durante varios años, desde el tiempo en que el Maestro lo visitó en su casa, y se fue inmediatamente al observar su frialdad y reserva cuando lo recibió. Anás había pensado aprovechar esta temprana relación para intentar persuadir a Jesús de que repudiara sus declaraciones y se fuera de Palestina. No quería participar en el asesinato de un buen hombre y había razonado que Jesús tal vez elegiría dejar el país en vez de sufrir la muerte. Pero cuando Anás se encontró frente al firme y decidido galileo, supo inmediatamente que sería inútil hacer tales propuestas. Jesús estaba aún más majestuoso y solemne de lo que Anás lo recordaba.
      
Cuando Jesús era joven, Anás se había interesado grandemente por él, pero ahora sus ganancias se veían amenazadas por lo que Jesús había hecho tan recientemente al echar a los cambistas y a otros mercaderes del templo. Este acto despertó la enemistad del ex sumo sacerdote mucho más que las enseñanzas de Jesús.
      

Anás entró en su espacioso aposento de audiencias, se sentó en un amplio asiento, y mandó que trajeran a Jesús. Después de observar al Maestro en silencio unos momentos, dijo: «Te das cuenta que algo habrá que hacer con el asunto de tus enseñanzas porque pones en peligro la paz y el orden de nuestro país». Al mirar Anás interrogativamente a Jesús, el Maestro lo miró fijamente a los ojos pero no respondió. Nuevamente habló Anás: «¿Cuáles son los nombres de tus discípulos, además de Simón el Zelote, el agitador?» Nuevamente Jesús lo miró pero no respondió.
     
Anás estaba considerablemente molesto porque Jesús no contestaba a sus preguntas, tanto que le dijo: «¿Acaso no te preocupa si te trata amigablemente a ti o no? ¿Acaso no tienes en cuenta mi poder para decidir los asuntos de tu próximo juicio?» Cuando Jesús oyó estas palabras, dijo: «Anás, tú sabes que no podrías tener poder alguno sobre mí a menos que esto fuera permitido por mi Padre. Algunos quieren destruir al Hijo del Hombre porque son ignorantes; no saben de otra cosa, pero tú, amigo, sabes lo que estás haciendo. ¿Cómo puedes tú, por lo tanto, rechazar la luz de Dios?»
     
El tono amistoso de Jesús al hablarle a Anás lo dejó casi perplejo. Pero él ya había decidido que Jesús debía irse de Palestina o morir; así pues, juntó coraje y preguntó: «¿Qué es lo que tratas de enseñarle a la gente? ¿Qué dices tú que eres?» Jesús contestó: «Tú bien sabes que yo he hablado abiertamente al mundo. Enseñé en las sinagogas y muchas veces en el templo, donde todos los judíos y muchos de los gentiles me han escuchado. En oculto, nada he hablado; ¿por qué, pues, me preguntas de mis enseñanzas? ¿Por qué no llamas a los que me oyeron y les preguntas a ellos? He aquí que todo Jerusalén oyó lo que yo dije, aunque tú mismo no hayas escuchado estas enseñanzas». Pero antes de que Anás pudiera responder, el mayordomo jefe del palacio, que estaba cerca, abofeteó a Jesús en la cara, diciendo: «¿Cómo te atreves a contestar al sumo sacerdote con tales palabras?» Anás no habló palabras de censura a este mayordomo, pero Jesús se dirigió a él, diciendo: «Amigo mío, si he hablado mal, testifica en qué está el mal, pero si yo he hablado la verdad, ¿por qué entonces me golpeas?»
      
Aunque Anás lamentaba que su mayordomo hubiera abofeteado a Jesús, era demasiado orgulloso para hacer caso del asunto. En su confusión se fue a otro cuarto, dejando a Jesús a solas con los criados de la casa y los guardianes del templo por casi una hora.
      
Cuando volvió, poniéndose al lado del Maestro, dijo: «¿Es que afirmas que eres el Mesías, el liberador de Israel?» Dijo Jesús: «Anás, tú me conoces desde los tiempos de mi juventud. Sabes que nada afirmo excepto lo que mi Padre me ha encargado, y que he sido enviado a todos los hombres, gentiles y judíos». Entonces dijo Anás: «Me han dicho que tú afirmas que eres el Mesías; ¿es verdad?» Jesús miró a Anás pero tan sólo contestó: «Así lo has dicho».
       
Aproximadamente en este momento llegaron mensajeros del palacio de Caifás para preguntar a qué hora sería Jesús llevado ante el tribunal del sanedrín, y puesto que faltaba poco para el amanecer, Anás decidió que sería mejor enviar a Jesús, atado y custodiado por los alguaciles del templo, a Caifás. Él los siguió un poco más tarde.