«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

jueves, 17 de abril de 2014

Con rumbo al palacio del sumo sacerdote

Antes de que se fueran del jardín con Jesús, surgió una disputa entre el capitán judío de los guardias del templo y el capitán romano de los soldados en cuanto a dónde debían llevar a Jesús. El capitán de los guardias del templo ordenó que se lo llevaran adonde Caifás, el sumo sacerdote. El capitán de los soldados romanos ordenó que Jesús fuera llevado al palacio de Anás, el ex sumo sacerdote y suegro de Caifás. El hizo esto porque los romanos tenían por costumbre tratar directamente con Anás en todos los asuntos que tuvieran que ver con la imposición de las leyes eclesiásticas judías. Y las órdenes del capitán romano fueron obedecidas; llevaron a Jesús a la casa de Anás para someterlo a un examen preliminar.
      
Judas marchaba al lado de los capitanes, oyendo todo lo que se decía, pero no tomó parte en la disputa, porque ni el capitán judío ni el capitán romano se dignaban a hablar con el traidor —tanto lo despreciaban.
     
Alrededor de esta hora, Juan Zebedeo, recordando las instrucciones de su Maestro de permanecer siempre cerca, se acercó apresuradamente a Jesús que caminaba entre los dos capitanes. El comandante de los guardianes del templo, viendo a Juan a su lado, dijo a su asistente: «Agarra a este hombre y átalo. Es uno de los seguidores de este tipo». Pero cuando el capitán romano escuchó esto y, mirando a su alrededor, vio a Juan, dio órdenes de que el apóstol viniera a su lado, y que nadie debía molestarlo. Luego el capitán romano dijo al capitán judío: «Este hombre no es ni traidor ni cobarde. Lo vi en el jardín, y no desenfundó una espada para resistirnos. Tiene el coraje de presentarse para estar con su Maestro, y nadie le hará daño alguno. La ley romana permite que todo prisionero tenga por lo menos un amigo para que esté a su lado ante el juicio, y nadie impedirá que este hombre esté al lado de su Maestro, el prisionero». Cuando Judas escuchó esto, tanto se avergonzó y se sintió humillado que empezó a caminar más lentamente hasta terminar detrás del grupo, llegando solo al palacio de Anás.
  
  
Esto explica por qué Juan Zebedeo pudo permanecer cerca de Jesús todo el camino a través de sus difíciles experiencias de esa noche y del día siguiente. Los judíos temían decirle algo a Juan o molestarlo de cualquier manera porque tenía en cierto modo la posición del consejero romano designado para actuar como observador en las transacciones del tribunal eclesiástico judío. La posición de privilegio de Juan se aseguró aún más cuando, al entregar a Jesús al capitán de los guardias del templo junto al portal del palacio de Anás, el romano, dirigiéndose a su asistente dijo: «Vete con este prisionero y asegúrate de que los judíos no lo maten sin el consentimiento de Pilato. Vigila que no lo asesinen, y asegúrate de que se le permita a su amigo, el galileo, que esté a su lado y observe todo lo que sucede». Así pues, Juan pudo permanecer cerca de Jesús hasta el momento de su muerte en la cruz, aunque los otros diez apóstoles fueron obligados a permanecer ocultos. Juan actuaba bajo la protección romana, y los judíos no se atrevieron a molestarlo hasta después de la muerte del Maestro.
      
Durante todo el camino hasta el palacio de Anás, Jesús no abrió la boca. Desde el momento de su arresto hasta el momento de su aparición ante Anás, el Hijo del Hombre no habló una sola palabra.