Durante la primera mitad del camino de vuelta, al bajar de la
montaña, no se habló una sola palabra. Jesús luego comenzó la
conversación observando: «Aseguraos de no decir a ningún hombre, ni
siquiera a vuestros hermanos, lo que habéis visto y oído en la montaña,
hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos». Los
tres apóstoles estaban anonadados y pasmados por las palabras del
Maestro, «hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los
muertos». Tan recientemente habían reafirmado su fe en él como el
Libertador, Hijo de Dios, y acababan de contemplarlo transfigurado en
gloria ante sus propios ojos, ¡y ahora hablaba él de «resucitado de
entre los muertos!»
Pedro temblaba ante la idea de la muerte
del Maestro —era una idea demasiado aborrecible— y temiendo que Santiago
o Juan pudieran hacer alguna pregunta relativa a esta declaración,
pensó que sería más conveniente iniciar una conversación sobre otro tema
y, sin saber de qué otra cosa podía hablar, expresó el primer
pensamiento que se asomó a su mente, que fue: «Maestro, ¿por qué dicen
los escribas que debe aparecer Elías antes de que aparezca el Mesías?» Y
Jesús, sabiendo que Pedro trataba de evitar referirse a su muerte y
resurrección, respondió: «En efecto Elías viene primero, para preparar
el camino para el Hijo del Hombre, que debe sufrir muchas cosas y
finalmente ser rechazado. Pero yo os digo que Elías ya ha venido, y
ellos no le recibieron, sino que hicieron con él lo que quisieron».
Entonces percibieron los tres apóstoles que se refería a Juan el
Bautista como Elías. Jesús sabía que, si insistían en considerarlo a él
el Mesías, debían pues considerar que Juan era el Elías de la profecía.
Jesús les exhortó a que guardaran silencio
sobre lo que habían presenciado, la anticipación de su gloria después de
la resurrección, porque no quería estimular en ellos la idea de que,
siendo ahora recibido como el Mesías, pudiera él satisfacer en mayor o
menor grado el erróneo concepto de un liberador portentoso. Aunque
Pedro, Santiago y Juan reflexionaron sobre todo esto, no hablaron de
esto con ningún hombre hasta después de la resurrección del Maestro.
Mientras seguían descendiendo la montaña,
Jesús les dijo: «No quisisteis recibirme como el Hijo del Hombre; por
eso yo he consentido en ser recibido de acuerdo con vuestra
determinación establecida, pero, no os equivoquéis, la voluntad de mi
Padre debe prevalecer. Si elegís de esta manera seguir la inclinación de
vuestra propia voluntad, debéis prepararos para sufrir muchos
desencantos y experimentar muchas pruebas, pero la enseñanza que yo os
he dado debería bastar para haceros triunfar aun a través de estas penas
de vuestra propia elección».
Jesús no llevó a Pedro, Santiago y Juan con
él a la montaña de la transfiguración porque pensó que estaban mejor
preparados que los otros apóstoles para presenciar lo que ocurrió, ni
porque estuvieran espiritualmente más preparados para disfrutar de tan
raro privilegio. De ninguna manera. Bien sabía que ninguno de los doce
estaba calificado espiritualmente para esta experiencia; por lo tanto,
se llevó consigo solo a los tres apóstoles que estaban encargados de
acompañarlo en los momentos en que deseaba estar solo para disfrutar de
una comunión solitaria.