En Edrei, donde trabajaban Tomás y sus asociados, Jesús pasó un día y
una noche y, en el curso de la conversación vespertina, expresó los
principios que debían guiar a los que predican la verdad y activar a
todos los que enseñan el evangelio del reino. Resumidos y expresados en
fraseología moderna, Jesús enseñó:
Respetad siempre la personalidad del
hombre. Una causa recta no se ha de avanzar jamás por la fuerza; las
victorias espirituales sólo se pueden alcanzar mediante el poder
espiritual. Esta amonestación contra el empleo de influencias materiales
atañe tanto a la fuerza psíquica como a la fuerza física. No se deben
emplear argumentos avasalladores ni superioridad mental para obligar a
los hombres y a las mujeres a entrar al reino. La mente del hombre no
debe ser aplastada por el solo peso de la lógica ni sobrecogida por la
elocuencia sagaz. Aunque no se puede del todo eliminar la emoción como
factor en las decisiones humanas, los que quieran avanzar la causa del
reino no deben apelar directamente a las emociones en sus enseñanzas.
Apelad directamente al espíritu divino que habita en la mente de los
hombres. No recurráis al temor, la piedad ni el mero sentimiento. Al
apelar a los hombres, sed justos; ejerced autocontrol y exhibid
discreción; mostrad respeto adecuado por la personalidad de vuestros
alumnos. Recordad que yo he dicho: «He aquí que llego a la puerta y
golpeo, y si alguien me abre, yo entraré».
Al atraer a los hombres al reino, no
disminuyáis ni destruyáis su autorrespeto. Aunque un excesivo respeto de
sí mismo puede llegar a destruir la humildad y culminar en orgullo,
vanidad y arrogancia, la pérdida del respeto propio lleva a menudo a una
parálisis de la voluntad. Es propósito de este evangelio, restaurar el
autorrespeto en los que lo han perdido y controlarlo en los que lo
tienen. No cometáis el error de limitaros a condenar las equivocaciones
en la vida de vuestros alumnos; recordad que también debéis reconocer
generosamente las cosas dignas de alabanza en su vida. No olvidéis que
nada me detendrá en mis esfuerzos por restaurar el autorrespeto de los
que lo han perdido y sinceramente desean recuperarlo.
Cuidad de no herir el respeto propio de las
almas temerosas y miedosas. No empleéis sarcasmo con mis hermanos de
mente sencilla. No os mostréis cínicos con mis hijos dominados por el
temor. El ocio destruye el respeto a sí mismo; por lo tanto, advertid a
vuestros hermanos que se mantengan ocupados en su tarea de elección, y
esforzaos por asegurar trabajo a los que se encuentran sin empleo.
No cometáis el error de utilizar tácticas
despreciables como por ejemplo, la de intentar por medio del terror que
los hombres y las mujeres entren al reino. Un padre amante no aterroriza
a sus hijos para conseguir que obedezcan sus exigencias justas.
Alguna vez comprenderán los hijos del reino
que las sensaciones fuertes de emoción no equivalen a la guía del
espíritu divino. Si se siente una fuerte y extraña emoción en pos de
hacer algo o de ir a cierto lugar, no significa esto necesariamente que
tales impulsos se originen en el espíritu residente.
Advertid de antemano a todos los creyentes
que habrán de atravesar un mar de conflictos al pasar de la vida como se
la vive en la carne, a la vida más elevada como se la vive en el
espíritu. Los que moren exclusivamente en uno de los dos medios,
sufrirán muy poco conflicto o confusión, pero todos están destinados a
experimentar mayor o menor inseguridad en los tiempos de transición
entre los dos niveles del vivir. Al entrar al reino, no podéis escapar
sus responsabilidades ni evitar sus obligaciones, pero recordad: el yugo
del evangelio es fácil y la carga de la verdad es ligera.
El mundo está lleno de almas que se mueren
de hambre en la presencia misma del pan de la vida; los hombres mueren
buscando a Dios, sin ver que él mora en ellos. Los hombres van en pos de
los tesoros del reino con el corazón anhelante y los pies cansados, sin
ver que esos tesoros están al alcance inmediato de la fe viviente. La
fe es para la religión, lo que la vela es para la nave; es un aumento de
poder, no una carga adicional en la vida. Para los que entran al reino,
la lucha es una sola, o sea, trabar la buena lucha de la fe. El
creyente tiene que dar una sola batalla: la batalla contra la duda —la
incredulidad.
Al predicar el evangelio del reino, estáis
enseñando, simplemente, la amistad con Dios. Y esta hermandad apela por
igual a hombres y mujeres, porque ambos encontrarán en ella lo que más
verdaderamente satisface sus anhelos e ideales característicos. Decid a
mis hijos que, aunque me enternezca yo por sus sentimientos y tenga
paciencia con sus debilidades, también soy despiadado con el pecado e
intolerante de la iniquidad. Soy en verdad manso y humilde en la
presencia de mi Padre, pero soy igual e implacablemente inexorable allí
donde haya maldad deliberada y rebelión pecaminosa contra la voluntad de
mi Padre en el cielo.
No describáis a vuestro Maestro como varón
de dolores. Las futuras generaciones deben conocer también nuestra
felicidad radiante, el entusiasmo de nuestra buena voluntad, y la
inspiración de nuestro buen humor. Proclamamos un mensaje de buenas
noticias, contagioso en su poder transformador. Nuestra religión late
con nueva vida y nuevos significados. Los que aceptan esta enseñanza se
llenan de alegría y su corazón los impulsa a regocijarse para siempre.
Una felicidad en crecimiento constante es siempre la experiencia de
todos los que están seguros de Dios.
Enseñad a todos los creyentes a que no se
apoyen en las tablas inseguras de la falsa compasión. No podéis
desarrollar caracteres fuertes si os entregáis a compadeceros a vosotros
mismos; intentad honestamente evitar la influencia engañosa de
compartir pesares. Ofreced vuestra compasión a los valientes y los
valerosos, limitando vuestra piedad por aquellas almas cobardes que tan
sólo enfrentan a medias las pruebas del vivir. No brindéis consuelo a
los que sucumben a sus problemas sin luchar. No ofrezcáis simpatía a
vuestros semejantes con el solo objeto de conseguir que ellos a su vez
simpaticen con vosotros.
Cuando mis hijos tengan autoconciencia de
la seguridad de la presencia divina, esa fe les expandirá la mente, les
ennoblecerá el alma, les reforzará la personalidad, les aumentará la
felicidad, les profundizará la percepción espiritual, y aumentará su
capacidad para amar y ser amados.
Enseñad a todos los creyentes que los que
entran al reino no se vuelven inmunes a los accidentes del tiempo ni a
las catástrofes ordinarias de la naturaleza. El creer en el evangelio no
prevendrá los problemas, pero sí asegurará que vosotros actuaréis sin miedo
cuando los problemas ocurran. Si os atrevéis a creer en mí y procedéis
de todo corazón en mis huellas, vosotros al así hacerlo os encaminaréis
sin lugar a dudas por una senda certeramente dificultosa. No os prometo
liberaros del mar de adversidades, pero sí os prometo que navegaré a
través de todas ellas con vosotros.
Y mucho más enseñó Jesús a este grupo de
creyentes antes de que se retiraran para descansar esa noche. Y los que
oyeron sus palabras las atesoraron en su corazón, recitándolas a menudo
para edificación de los apóstoles y discípulos que no habían estado
presentes cuando fueron pronunciadas.