«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

lunes, 10 de junio de 2013

El muchacho epiléptico.

Fue poco después de la hora del desayuno, este martes por la mañana, cuando Jesús y sus compañeros llegaron al campamento apostólico. A medida que se acercaban, vieron una multitud apreciable reunida alrededor de los apóstoles y pronto empezaron a oír las palabras en alta voz de una discusión y disputa de este grupo de unas cincuenta personas que comprendía nueve apóstoles y segmentos equivalentes de escribas de Jerusalén y discípulos creyentes que habían seguido a Jesús y a sus asociados en su viaje desde Magadán.
      
Aunque la multitud estaba discutiendo numerosos temas, la controversia principal se refería a cierto ciudadano de Tiberias que había llegado el día anterior en busca de Jesús. Este hombre, Santiago de Safad, tenía un hijo de unos catorce años, hijo único, gravemente afligido de epilepsia. Además de esta enfermedad nerviosa, este muchacho era poseído por uno de esos seres intermedios vagabundos, traviesos y rebeldes, que por entonces existían sin control en la tierra, de modo que el joven estaba al mismo tiempo epiléptico y poseído por un demonio.
      
Durante casi dos semanas este padre ansioso, un oficial menor de Herodes Antipas, había vagado por los límites occidentales de los dominios de Felipe buscando a Jesús, para pedirle que curara a su hijo afligido. Y no alcanzó al grupo apostólico hasta alrededor del mediodía de este día, mientras Jesús estaba en la montaña con los tres apóstoles.
      
Los nueve apóstoles se sorprendieron y se turbaron considerablemente cuando este hombre, acompañado por casi cuarenta personas que también buscaban a Jesús, llegó de pronto ante ellos. Al tiempo de la llegada de este grupo, los nueve apóstoles, por lo menos la mayoría de ellos, habían caído en su antigua tentación —la de discutir quién sería el más importante en el reino venidero; estaban muy ocupados en discutir las probables posiciones que serían asignadas a cada apóstol. No conseguían liberarse completamente de la idea, largamente acariciada, de una misión material del Mesías. Ahora que Jesús mismo había aceptado la confesión de ellos de que él era realmente el Libertador —por lo menos había admitido el hecho de su divinidad— qué más natural para ellos que ponerse a hablar de esas esperanzas y ambiciones que tan importante lugar ocupaban en su corazón, durante este período de separación del Maestro. Estaban pues ocupados en estas conversaciones, cuando Santiago de Safad y los demás que buscaban a Jesús llegaron junto a ellos.
      
Andrés se adelantó para saludar a este padre y a su hijo, diciendo: «¿A quién buscáis?» Dijo Santiago: «Buen hombre, busco a vuestro Maestro. Busco curación para mi hijo afligido. Deseo que Jesús eche a este diablo que posee a mi niño». Acto seguido, el padre procedió a relatar a los apóstoles cómo estaba de afligido su hijo, que muchas veces estuvo a punto de perder la vida como resultado de estos ataques malignos.
     
Mientras los apóstoles escuchaban, Simón el Zelote y Judas Iscariote se acercaron al padre, diciendo: «Nosotros podemos curarlo; no necesitas esperar el regreso del Maestro. Somos los embajadores del reino; estos hechos ya no los mantenemos en secreto. Jesús es el Libertador, y nos han sido entregadas las llaves del reino». Andrés y Tomás se apartaron, consultándose. Natanael y los demás contemplaban la escena, pasmados; todos ellos estaban horrorizados por la súbita audacia, por no llamarle presunción, de Simón y Judas. Entonces dijo el padre: «Si os ha sido dado el poder de hacer estas obras, os ruego que digáis las palabras que liberen a mi hijo de esta esclavitud». Entonces Simón se adelantó y, colocando la mano sobre la cabeza del niño, lo miró fijo a los ojos y ordenó: «Sal de él, espíritu impuro; en nombre de Jesús, obedéceme». Pero el muchacho cayó en un ataque aún más violento, mientras los escribas se mofaban burlonamente de los apóstoles, y los creyentes desilusionados sufrían las burlas de estos críticos hostiles.
     
Andrés estaba apenado por este esfuerzo equivocado y su fracaso catastrófico. Llamó aparte a los apóstoles para conversar y orar. Después de esta temporada de meditación, sintiendo agudamente el ardor de la derrota y la humillación que caía sobre todos ellos, Andrés intentó nuevamente echar al demonio, pero sólo el fracaso respondió a sus esfuerzos. Andrés confesó francamente su derrota y solicitó que el padre se quedara allí durante la noche o hasta el retorno de Jesús, diciendo: «Tal vez esta clase de demonio no desaparece, a menos que se lo ordene personalmente el Maestro.
      
Así pues, mientras Jesús descendía de la montaña con los exuberantes y estáticos Pedro, Santiago y Juan, sus nueve hermanos tampoco podían conciliar el sueño, pues se debatían en la confusión y la humillación más deprimente. Formaban un grupo descorazonado y abatido. Pero Santiago de Safad no se dio por vencido. Aunque no le podían decir cuándo volvería Jesús, decidió quedarse allí hasta que el Maestro regresara.