Fue poco después de la hora del desayuno, este
martes por la mañana, cuando Jesús y sus compañeros llegaron al
campamento apostólico. A medida que se acercaban, vieron una multitud
apreciable reunida alrededor de los apóstoles y pronto empezaron a oír
las palabras en alta voz de una discusión y disputa de este grupo de
unas cincuenta personas que comprendía nueve apóstoles y segmentos
equivalentes de escribas de Jerusalén y discípulos creyentes que habían
seguido a Jesús y a sus asociados en su viaje desde Magadán.
Aunque la multitud estaba discutiendo
numerosos temas, la controversia principal se refería a cierto ciudadano
de Tiberias que había llegado el día anterior en busca de Jesús. Este
hombre, Santiago de Safad, tenía un hijo de unos catorce años, hijo
único, gravemente afligido de epilepsia. Además de esta enfermedad
nerviosa, este muchacho era poseído por uno de esos seres intermedios
vagabundos, traviesos y rebeldes, que por entonces existían sin control
en la tierra, de modo que el joven estaba al mismo tiempo epiléptico y
poseído por un demonio.
Durante casi dos semanas este padre
ansioso, un oficial menor de Herodes Antipas, había vagado por los
límites occidentales de los dominios de Felipe buscando a Jesús, para pedirle que curara a su
hijo afligido. Y no alcanzó al grupo apostólico hasta alrededor del
mediodía de este día, mientras Jesús estaba en la montaña con los tres
apóstoles.
Los nueve apóstoles se sorprendieron y se
turbaron considerablemente cuando este hombre, acompañado por casi
cuarenta personas que también buscaban a Jesús, llegó de pronto ante
ellos. Al tiempo de la llegada de este grupo, los nueve apóstoles, por
lo menos la mayoría de ellos, habían caído en su antigua tentación —la
de discutir quién sería el más importante en el reino venidero; estaban
muy ocupados en discutir las probables posiciones que serían asignadas a
cada apóstol. No conseguían liberarse completamente de la idea,
largamente acariciada, de una misión material del Mesías. Ahora que
Jesús mismo había aceptado la confesión de ellos de que él era realmente
el Libertador —por lo menos había admitido el hecho de su divinidad—
qué más natural para ellos que ponerse a hablar de esas esperanzas y
ambiciones que tan importante lugar ocupaban en su corazón, durante este
período de separación del Maestro. Estaban pues ocupados en estas
conversaciones, cuando Santiago de Safad y los demás que buscaban a
Jesús llegaron junto a ellos.
Andrés se adelantó para saludar a este
padre y a su hijo, diciendo: «¿A quién buscáis?» Dijo Santiago: «Buen
hombre, busco a vuestro Maestro. Busco curación para mi hijo afligido.
Deseo que Jesús eche a este diablo que posee a mi niño». Acto seguido,
el padre procedió a relatar a los apóstoles cómo estaba de afligido su
hijo, que muchas veces estuvo a punto de perder la vida como resultado
de estos ataques malignos.
Mientras los apóstoles escuchaban, Simón el
Zelote y Judas Iscariote se acercaron al padre, diciendo: «Nosotros
podemos curarlo; no necesitas esperar el regreso del Maestro. Somos los
embajadores del reino; estos hechos ya no los mantenemos en secreto.
Jesús es el Libertador, y nos han sido entregadas las llaves del reino».
Andrés y Tomás se apartaron, consultándose. Natanael y los demás
contemplaban la escena, pasmados; todos ellos estaban horrorizados por
la súbita audacia, por no llamarle presunción, de Simón y Judas.
Entonces dijo el padre: «Si os ha sido dado el poder de hacer estas
obras, os ruego que digáis las palabras que liberen a mi hijo de esta
esclavitud». Entonces Simón se adelantó y, colocando la mano sobre la
cabeza del niño, lo miró fijo a los ojos y ordenó: «Sal de él, espíritu
impuro; en nombre de Jesús, obedéceme». Pero el muchacho cayó en un
ataque aún más violento, mientras los escribas se mofaban burlonamente
de los apóstoles, y los creyentes desilusionados sufrían las burlas de
estos críticos hostiles.
Andrés estaba apenado por este esfuerzo
equivocado y su fracaso catastrófico. Llamó aparte a los apóstoles para
conversar y orar. Después de esta temporada de meditación, sintiendo
agudamente el ardor de la derrota y la humillación que caía sobre todos
ellos, Andrés intentó nuevamente echar al demonio, pero sólo el fracaso
respondió a sus esfuerzos. Andrés confesó francamente su derrota y
solicitó que el padre se quedara allí durante la noche o hasta el
retorno de Jesús, diciendo: «Tal vez esta clase de demonio no
desaparece, a menos que se lo ordene personalmente el Maestro.
Así pues, mientras Jesús descendía de la
montaña con los exuberantes y estáticos Pedro, Santiago y Juan, sus
nueve hermanos tampoco podían conciliar el sueño, pues se debatían en la
confusión y la humillación más deprimente. Formaban un grupo
descorazonado y abatido. Pero Santiago de Safad no se dio por vencido.
Aunque no le podían decir cuándo volvería Jesús, decidió quedarse allí
hasta que el Maestro regresara.