Desde el momento en que Jesús fue bautizado por Juan, y después de la
transformación del agua en vino en Caná, los apóstoles virtualmente lo
habían aceptado, en varias ocasiones, como el Mesías. Por cortos
períodos, algunos de ellos habían creído sinceramente que él era el
Liberador esperado. Pero si bien surgían esas esperanzas en su corazón,
el Maestro las hacía añicos mediante una palabra devastadora o una
acción desilusionante. Hacía mucho tiempo que vivían ellos en un
torbellino constante debido al conflicto entre el concepto del Mesías
esperado que tenían en su mente y la experiencia de su asociación
extraordinaria con este hombre que llevaban en el corazón.
Era tarde por la mañana de este miércoles
cuando los apóstoles se reunieron en el jardín de Celsus para almorzar.
Durante buena parte de la noche y desde que se levantaron esa mañana,
Simón Pedro y Simón el Zelote se habían empeñado en convencer a sus
hermanos de que aceptaran al Maestro de todo corazón, no solamente como
el Mesías, sino también como el Hijo divino del Dios viviente. Los dos
Simones estaban casi completamente de acuerdo en su estimación de Jesús,
y trabajaron diligentemente para convencer a sus hermanos de que
aceptaran plenamente su punto de vista. Aunque Andrés continuaba siendo
el director general del cuerpo apostólico, su hermano Simón Pedro se estaba volviendo cada vez más, por consentimiento general, el portavoz de los doce.
Estaban todos sentados en el jardín a eso
del mediodía, cuando apareció el Maestro. Todos ellos lucían una
expresión solemne y digna, y todos se pusieron de pie cuando él se
acercó. Jesús alivió la tensión con esa sonrisa fraternal y amistosa tan
característica en él toda vez que sus seguidores se tomaban a sí
mismos, o tomaban un acontecimiento con ellos relacionado, demasiado en
serio. Con un gesto perentorio indicó que se sentaran. Nunca más
recibieron los doce a su Maestro poniéndose de pie al aparecer él ante
ellos. Se dieron cuenta de que no le agradaban esas muestras exteriores
de respeto.
Después de compartir el almuerzo y de
discutir los planes para la gira venidera de la Decápolis, Jesús
inesperadamente fijó en ellos la mirada diciendo: »Ya que ha pasado un
día entero desde que estuvisteis de acuerdo con la declaración de Simón
Pedro sobre la identidad del Hijo del Hombre, deseo preguntaros si
vuestra decisión aún es la misma». Al oír esto, los doce se pusieron de
pie, y Simón Pedro, adelantándose unos pocos pasos hacia Jesús, dijo:
«Sí, Maestro, sí. Creemos que tú eres el Hijo del Dios viviente». Y
enseguida Pedro se sentó con sus hermanos.
Jesús, aún de pie, dijo entonces a los
doce: «Sois mis embajadores elegidos, pero sé que, en estas
circunstancias, no podéis basar esta creencia en un simple conocimiento
humano. Ésta es una revelación del espíritu de mi Padre a vuestra alma
más íntima. Así pues, al hacer vosotros esta confesión por el
entendimiento del espíritu de mi Padre que reside en vosotros, me veo
llevado a declarar que sobre estos cimientos construiré yo la hermandad
del reino del cielo. Sobre esta roca de realidad espiritual construiré
el templo viviente de la hermandad espiritual en las realidades eternas
del reino de mi Padre. Ninguna fuerza del mal, ninguna hueste del pecado
podrá prevalecer contra esta fraternidad humana del espíritu divino.
Aunque el espíritu de mi Padre por siempre será la guía divina y el
mentor de todos los que abrazan el vínculo de la hermandad espiritual, a
vosotros y a vuestros sucesores entrego yo ahora las llaves del reino
exterior —la autoridad sobre las cosas temporales —las características
sociales y económicas de esta asociación de hombres y mujeres, como
hermanos en el reino». Nuevamente les ordenó que por el momento no
dijeran a ningún hombre que él era el Hijo de Dios.
Jesús estaba empezando a tener confianza en
la lealtad e integridad de sus apóstoles. El Maestro comprendía que una
fe capaz de soportar lo que sus representantes elegidos tan
recientemente habían tenido que pasar, sobrellevaría indudablemente las
duras pruebas que se aproximaban y emergería del naufragio aparente de
todas sus esperanzas, a la nueva luz de una nueva dispensación, pudiendo
así salir para iluminar un mundo envuelto en tinieblas. En este día el
Maestro comenzó a creer en la fe de sus apóstoles, salvo uno.
Y desde entonces ha estado Jesús
construyendo ese templo viviente sobre los mismos cimientos eternos de
su filiación divina, y los que así llegan a tener autoconciencia de que
ellos son hijos de Dios son las piedras humanas que integran este templo
viviente de filiación, erigido para glorificar y honrar la sabiduría y
el amor del Padre eterno de los espíritus.
Y cuando Jesús hubo así hablado, ordenó a
los doce que se retiraran a solas, en las colinas, para procurar
sabiduría, fuerza y guía espiritual hasta la hora de la comida
vespertina. Así pues hicieron ellos lo que el Maestro les advirtió.