Temprano el lunes por la mañana, Rodán comenzó una serie de diez
discursos a Natanael, Tomás y un grupo de unas dos docenas de creyentes
que se encontraban a la sazón en Magadán. Estas conversaciones,
condensadas, combinadas y expresadas en fraseología moderna, expresan
los siguientes pensamientos:
La vida humana consiste en tres grandes
impulsos: ímpetus, deseos y atracciones. Un carácter fuerte, una
personalidad imponente, se adquiere tan sólo mediante la conversión del
impulso natural de la vida en arte social del vivir, transformando los
deseos presentes en esos anhelos más elevados que son capaces de un
logro duradero, mientras que la atracción común de la existencia debe
ser transferida de las propias ideas convencionales y establecidas a los
dominios más elevados de las ideas no exploradas y de los ideales no
descubiertos.
Cuánto más compleja se vuelva la
civilización, más difícil será el arte del vivir. Cuánto más rápidos los
cambios en los hábitos sociales, más complicada será la tarea del
desarrollo del carácter. Cada diez generaciones, la humanidad debe
aprender nuevamente el arte de vivir si el progreso ha de continuar. Si
el hombre se torna tan ingenioso como para aumentar las complejidades de
la sociedad a paso más acelerado, habrá que aprender de nuevo el arte
de vivir mucho más frecuentemente, tal vez, en cada generación. Si la
evolución del arte de vivir no se mantiene al ritmo de la técnica de la
existencia, la humanidad volverá a caer rápidamente en el simple impulso
del vivir —la búsqueda de la satisfacción de los deseos presentes. Así
pues, la humanidad seguirá siendo inmadura; la sociedad no conseguirá
crecer hasta la madurez plena.
La madurez social es equivalente al grado
en que el hombre esté dispuesto a renunciar a la nueva gratificación de
deseos pasajeros e inmediatos, para abrigar aquellos anhelos superiores
cuya obtención proporciona las satisfacciones más abundantes del avance
progresivo hacia objetivos permanentes. Pero la verdadera indicación de
la madurez social de un pueblo es su capacidad y voluntad de ceder su
derecho a vivir apacible y contentamente bajo las normas promotoras de
comodidad basadas en el aliciente de las creencias establecidas y las
ideas convencionales, en vez del atractivo zozobrador, devorador de
energía, de la búsqueda de posibilidades no exploradas para lograr
propósitos no descubiertos de realidades espirituales ideales.
Los animales responden noblemente al
impulso de la vida, pero sólo el hombre puede alcanzar el arte de vivir,
aunque la mayoría de la humanidad sólo experimenta el impulso animal a
vivir. Los animales sólo conocen este impulso ciego e instintivo; el
hombre es capaz de trascender este impulso a la función natural. El
hombre puede elegir vivir en un alto plano de arte inteligente, aun en
un plano de felicidad celestial y éxtasis espiritual. Los animales no se
preguntan el propósito de la vida; por consiguiente, no se preocupan
jamás, ni tampoco cometen suicidio. Entre los hombres el suicidio
atestigua que esos seres han emergido de la etapa puramente animal de la
existencia, y que sus esfuerzos de exploración han fracasado en el
logro de niveles artísticos de la experiencia mortal. Los animales no
conocen el significado de la vida; el hombre no sólo posee la capacidad
para reconocer los valores y la comprensión de los significados, sino
que también tiene conciencia del significado de los significados —es
autoconsciente de su discernimiento.
Cuando los hombres se atreven a abandonar
una vida de anhelos naturales en favor de una vida de arte aventurera y
lógica incierta, deben estar preparados a soportar los inevitables
riesgos de heridas emocionales —conflictos, infelicidad e
incertidumbres— por lo menos hasta el momento en que alcancen cierto
grado de madurez intelectual y emocional. El desaliento, la preocupación
y la indolencia son prueba positiva de la inmadurez moral. La sociedad
humana se enfrenta con dos problemas: cómo alcanzar la madurez del
individuo y cómo alcanzar la madurez de la raza. El ser humano maduro
pronto comienza a ver a todos los demás mortales con sentimientos de
ternura y con emociones de tolerancia. Los hombres maduros tratan a los
seres inmaduros con el amor y la compasión que un padre tiene hacia sus
hijos.
Vivir con éxito no es más ni menos que el
arte del dominio de técnicas confiables para solucionar problemas
comunes. El primer paso en la solución de todo problema consiste en
ubicar la dificultad, aislar el problema y reconocer francamente su
naturaleza y gravedad. El gran error es que, cuando los problemas de la
vida despiertan nuestros temores profundos, nos negamos a reconocerlos.
Del mismo modo, cuando el reconocimiento de nuestras dificultades
comprende la reducción de nuestro largamente acariciado engreimiento, la
admisión de la envidia, o el abandono de prejuicios profundamente
arraigados, la persona común prefiere aferrarse a sus antiguas ilusiones
de seguridad y a los falsos sentimientos de inmunidad largamente
acariciados. Sólo una persona valiente está dispuesta a admitir
honestamente y a enfrentar sin temor, lo que descubre una mente sincera y
lógica.
La solución sabia y eficaz de todo problema
exige que la mente esté libre de ideas preconcebidas, pasión, y todo
otro prejuicio puramente personal que pueda interferir con la encuesta
desinteresada de los factores reales que constituyen el problema que se
presenta para su solución. La solución de los problemas de la vida
requiere coraje y sinceridad. Sólo las personas honestas y valientes son
capaces de seguir valerosamente a través del perturbador y
desconcertante laberinto del vivir hasta donde los pueda conducir la
lógica de una mente sin temor. Esta emancipación de la mente y del alma
no puede producirse nunca sin el poder impulsor de un
entusiasmo inteligente, casi celo religioso. Se requiere la atracción de
un gran ideal para impulsar al hombre en pos de un objetivo cargado de
problemas materiales difíciles y múltiples riesgos intelectuales.
Aunque estés efectivamente armado para
encarar las situaciones difíciles de la vida, no puedes esperar mucho
éxito a menos que estés equipado de esa sabiduría de mente y encanto de
personalidad que te permite ganar el apoyo y la cooperación sincera de
tus semejantes. No puedes esperar una amplia medida de éxito, ni en el
trabajo secular ni en el trabajo religioso, a menos que aprendas cómo
persuadir a tus semejantes, cómo convencer a los hombres. Simplemente,
debes tener tacto y tolerancia.
Pero el mejor de todos los métodos para
solucionar problemas lo aprendí de Jesús, vuestro Maestro. Me refiero a
aquello que él practica tan constantemente, y que tan fielmente os ha
enseñado: el aislamiento para la meditación adoradora. En esta costumbre
de Jesús de apartarse tan frecuentemente para comulgar con el Padre en
el cielo, se ha de encontrar la técnica, no sólo para reunir la fuerza y
sabiduría necesarias en los conflictos ordinarios del vivir, sino
también para apropiarse de la energía necesaria en la solución de los
problemas más elevados de naturaleza moral y espiritual. Pero aun los
métodos correctos de solucionar problemas no compensarán los defectos
inherentes de la personalidad ni la ausencia de hambre y sed de la
verdadera rectitud.
Me impresiona profundamente el hábito de
Jesús de apartarse a solas para pasar esas temporadas de encuesta
solitaria de los problemas del vivir; buscar nuevas reservas de
sabiduría y energía para así poder enfrentarse a las múltiples demandas
del servicio social; acelerar y profundizar el supremo propósito del
vivir sometiendo verdaderamente la personalidad total a la conciencia de
estar en contacto con la divinidad; luchar por alcanzar métodos nuevos y
mejores de adaptarse a las situaciones en constante cambio de la
existencia viviente; efectuar aquellas reconstrucciones vitales y
reajustes de las actitudes personales que son tan esenciales para un
mayor discernimiento de todo lo que es válido y real; y hacer todo esto
con el único propósito de la gloria de Dios —enviar como aliento a los
cielos la oración favorita de vuestro Maestro: «Que se haga, no mi
voluntad, sino la tuya».
Esta práctica de adoración de vuestro
Maestro trae ese reposo que renueva la mente; esa iluminación que
inspira el alma; ese valor que permite enfrentarse valientemente con los
propios problemas; esa autocomprensión que borra el temor debilitante; y
esa conciencia de la unión con la divinidad que da al hombre la
seguridad necesaria para atreverse a ser como Dios. El reposo de la
adoración, o comunión espiritual, como la practica el Maestro, alivia la
tensión, elimina los conflictos y aumenta poderosamente los recursos
totales de la personalidad. Y toda esta filosofía, más el evangelio del
reino, constituyen la nueva religión tal como yo la comprendo.
El prejuicio enceguece el alma en el
reconocimiento de la verdad, y el prejuicio puede ser eliminado sólo por
la devoción sincera del alma a la adoración de una causa capaz de
abrazar e incluir a todos los semejantes. El prejuicio está vinculado
inseparablemente con el egoísmo. El prejuicio tan sólo se puede eliminar
si se abandona el egoísmo y se lo reemplaza por la búsqueda de la
satisfacción que produce el servicio de una causa que sea no sólo más
grande que el yo, sino aun más grande que toda la humanidad —la búsqueda
de Dios, al alcance de la divinidad. El indicio de la madurez de la
personalidad consiste en la transformación del deseo humano de manera
tal que busque constantemente la realización de esos valores que son los
más elevados y los más divinamente reales.
En un mundo en continuo cambio, en medio de
un orden social en evolución, es imposible mantener propósitos rígidos y
establecidos de destino. La estabilidad de la personalidad tan sólo puede ser
experimentada por los que han descubierto y abrazado al Dios viviente
como meta eterna de alcance infinito. El transferir de este modo el
propio objetivo del tiempo a la eternidad, de la tierra al Paraíso, de
lo humano a lo divino, requiere que el hombre se regenere, se convierta,
nazca nuevamente; que se vuelva el hijo recreado del espíritu divino;
que gane el ingreso en la hermandad del reino del cielo. Todas las
filosofías y religiones que no llegan a estos ideales, son inmaduras. La
filosofía que yo enseño, vinculada con el evangelio que vosotros
predicáis, representa la nueva religión de la madurez, el ideal de todas
las generaciones futuras. Y esto es verdad porque nuestro ideal es
final, infalible, eterno, universal, absoluto e infinito.
Mi filosofía me impulsó a buscar las
realidades del verdadero alcance, el objetivo de la madurez. Pero mi
impulso era impotente; mi búsqueda carecía de fuerza impulsadora; mi
indagación sufría, por faltarle la certidumbre de una dirección. Estas
deficiencias han sido abundantemente corregidas por este nuevo evangelio
de Jesús, con su enaltecimiento de vistas, con su elevación de ideales,
y con su certidumbre de objetivos. Sin dudas ni recelos puedo ahora de
todo corazón entrar en la aventura eterna.