Al llegar a Capernaum al anochecer, fueron directamente, por caminos
poco frecuentados, a la casa de Simón Pedro para cenar. Mientras David
Zebedeo se preparaba para llevarlos al otro lado del lago, permanecieron
en la casa de Simón, y Jesús, levantando la mirada hacia Pedro y los
demás apóstoles, preguntó: «Al viajar juntos esta tarde, ¿de qué
conversabais tan absortos entre vosotros?» Los apóstoles se quedaron
callados porque muchos de ellos habían continuado la discusión comenzada
en el Monte Hermón sobre las posiciones que ocuparían en el reino
venidero; cuál sería el mayor, y así sucesivamente. Jesús, conociendo
qué ocupaba los pensamientos de ellos ese día, llamó con un gesto a uno
de los hijitos de Pedro y, sentando al niño entre ellos, dijo: «De
cierto, de cierto os digo, si no cambiáis y os volvéis más como este
niño, poco progreso haréis en el reino del cielo. El que se humille a sí
mismo y sea como este pequeño, ése será el más grande en el reino del
cielo. El que reciba a este pequeño, me recibirá a mí. Y los que me
reciban, también reciben a Aquél que me envió. Si queréis ser primeros
en el reino, buscad el ministrar estas buenas verdades a vuestros
hermanos en la carne. Pero al que haga tropezar a uno de estos pequeños,
mejor le sería que se atase al cuello una piedra de molino y se le
arrojase al mar. Si las cosas que hacéis con vuestras manos o las cosas
que veis con vuestros ojos, os ofenden en el progreso del reino,
sacrificad esos ídolos amados, porque es mejor entrar al reino sin
muchas de las cosas amadas de la vida que aferrarse a estos ídolos y
encontrarse fuera del reino. Pero más que nada, aseguraos de no
despreciar a uno solo de estos pequeños, porque sus ángeles contemplan
siempre el rostro de las huestes celestiales».
Cuando Jesús hubo terminado de hablar, subieron a la barca y navegaron al otro lado hacia Magadán.