El lunes 8 de agosto, mientras Jesús y los
doce apóstoles estaban acampados en el parque de Magadán, cerca de
Betsaida-Julias, más de cien creyentes, los evangelistas, el cuerpo de
mujeres, y otros interesados en el establecimiento del reino, vinieron
de Capernaum para conferenciar. También vinieron muchos de los fariseos,
al enterarse que Jesús estaba allí. A estas alturas, algunos de los
saduceos se habían unido a los fariseos en sus esfuerzos por atrapar a
Jesús. Antes de comenzar una conferencia a puertas cerradas con los
creyentes, Jesús celebró una reunión pública en la que estuvieron
presentes los fariseos, que provocaron al Maestro y de otras maneras
trataron de alborotar la asamblea. Dijo el dirigente de estos
alborotadores: «Maestro, nos gustaría que nos divulgues qué será el
signo de tu autoridad para enseñar, y luego, cuando éste ocurra, todos
los hombres sabrán que has sido enviado por Dios». Y Jesús les
respondió: «Cuando cae la noche, vosotros decís que hará buen tiempo,
porque el cielo está rojo. Por la mañana hará mal tiempo, porque el
cielo está rojo y bajo. Cuando veis una nube que sube al oeste, decís
que lloverá; cuando el viento sopla del sur, decís que hará gran calor.
¿Cómo puede ser que sepáis tan bien discernir el
rostro del cielo, pero seáis tan totalmente incapaces de discernir los
signos de los tiempos? Los que quieren conocer la verdad, ya han
recibido un signo; pero ningún signo será otorgado a una generación de
gente malévola e hipócrita».
Después de hablar así, Jesús se retiró y se
preparó para la conferencia de la noche con sus seguidores. En esta
conferencia se decidió emprender una misión unida por todas las ciudades
y aldeas de la Decápolis en cuanto Jesús y los doce retornaran de su
propuesta visita a Cesarea de Filipo. El Maestro participó en este
planeamiento para la misión en la Decápolis y, despidiendo al grupo,
dijo: «Yo os digo, cuidaos del fermento de los fariseos y los saduceos.
No os engañéis por su exhibición de gran conocimiento y por su profunda
lealtad a las formas de la religión. Preocupaos solamente por el
espíritu de la verdad viviente y el poder de la religión verdadera. No
es el temor de una religión muerta lo que os salvará, sino más bien
vuestra fe en una experiencia viviente de las realidades espirituales
del reino. No os dejéis enceguecer por el prejuicio ni paralizar por el
miedo. Tampoco permitáis que la reverencia por las tradiciones tanto
pervierta vuestra comprensión que vuestros ojos no vean y vuestros oídos
no oigan. No es propósito de la religión verdadera simplemente traer
paz, sino más bien, asegurar el progreso. No puede haber paz en el
corazón ni progreso en la mente, a menos que os enamoréis de todo
corazón de la verdad, de los ideales de las realidades eternas. Los
asuntos de la vida y de la muerte se exponen ante vosotros —los placeres
pecaminosos del tiempo contra las realidades justas de la eternidad.
Aun ahora, deberíais comenzar a liberaros de la esclavitud del temor y
de la duda al entrar a vivir una nueva vida de fe y esperanza. Cuando
los sentimientos del servicio para con vuestros semejantes surjan en
vuestra alma, no los ahoguéis; cuando las emociones del amor por vuestro
prójimo desborden en vuestro corazón, expresad estos impulsos de afecto
en un ministerio inteligente de las necesidades auténticas de vuestros
semejantes».